Conjuro de penumbra


Hay días en que la luna y el sol caben en un marco y se dejan ver como si fueran una pintura en el cielo. Por un lapso, que parece empequeñecer, se contemplan fijamente enamorados. Coqueteando, se hacen guiños. Pasean surcando el cielo. Abrazados, fertilizan su dualidad. Fertilizan nuestra visión apenas atenta. Copulan bañándonos con su amor, con su contacto momentáneo. Embriagando nuestra mirada distante.
El día híbrido quiere alargar su lecho. Razonable contradicción llamarlo así. Nombrar híbrida a la fertilidad, al contacto amoroso, sensación apenas perceptible en la tranquilidad de la tarde que se va extinguiendo con la huída de los amantes. Escape cósmico hacia la otra mitad del mundo. Quieren alargar su desnudo lecho.
De este lado del mundo la noche acecha oscura y fría y, en un movimiento lento, engancha a la luna sacándola de su éxtasis hipnótico, de su éxtasis divino. Es una legítima defensa contra la soledad.
El sol se marcha indiferente sin voltear a verla más. La luna queda colgada. Colgada y encinta de luminosidad solar, encarcelada en su fulgor. Mezquina eterna, la noche la encajona en un hechizo de esterilidad. Conjuro que no hace otra cosa que convertir a la misma penumbra en un nebuloso territorio infértil.