Llevaba varias horas sentada en aquella silla de su habitación, había desgranado uno a uno, todos los comprimidos de las tabletas contenidas en las dos cajas de color blanco y verde, que el día anterior había comprado en la farmacia. Luego, los había colocado amontonados sobre la mesa. Los miraba, y después apartaba la mirada para dejarla perdida entre los dibujos de las baldosas del suelo de granito. Pensó en todos aquellos hombres que frecuentaban su habitación, en las historias que cada uno traía consigo. Historias de hombres que amaban a sus mujeres y que no se sentían amados por ellas, historias de hombres que no amaban a sus mujeres. Otras, eran historias de hombres que amaban a más de una mujer, e incluso, historias de hombres que amaban a otro hombre y luchaban contra sí mismos, intentando amar a una mujer. También estaban aquellas historias, de hombres que no amaban a nadie y sólo acudían a ella por su verdadero servicio: una hora de sexo sin charlas, a cambio de 80 euros. Luego, había alguna que otra historia de mujeres que amaban a otra mujer en secreto.
Aquella habitación había conocido historias de tantas soledades, que se había convertido en el refugio de la soledad más absoluta. El nexo que la unía a ella con todas aquellas historias, era su propia soledad, la de un cuerpo malgastado y -muchas veces- maltratado, que acostumbraba a soldar su corazón, cada vez que se hacía añicos.
Echó una última mirada al montón de comprimidos que aguardaban sobre la mesa, tomó un puñado, y los fue ingiriendo uno a uno, igual que los había desgranado de sus tabletas de plástico. Este era su primer viaje programado, el que le permitiría abandonar la habitación de las soledades, sin miedo a los devastadores miedos de otros seres humanos.
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