Mezclaba colores en un recipiente, medía las tonalidades, texturas y aromas, pintaba mis sentimientos en un vaivén de inspiraciones truncas, sin un final a la distancia. Mis estados dictaban que lo más seguro sería apoyar sobre el lienzo, y deslizar en movimientos suaves, un encaje perfecto en las normas de la composición, sin posibilidad de fallar. No sería prudente esbozar un vértice, ya que eliminaría la tranquilidad de la simetría, por lo que con colores vívidos, tonos rojizos, amarillos y verdes, alegres ardides del orden, cubriría lo que fue un descuido inapropiado para la obra.
Mirando la paleta, cada vez se mezclaban más y más dando origen a nuevos y arriesgados matices, pardos violetas y marrones, infinitas tonalidades pasteles, complicadas embestidas con un negro que lo cubre todo, nuevas y especiales texturas, imposible no incluirlas en una pincelada, o dos al menos.
Con una nueva consigna en mente, tomé otro pincel, ya derruido por los años del rutinario ir y venir sobre el lienzo, para empezar a cursar por estos nuevos caminos.
Blancos grisáceos se dejaban deslizar de lado a lado, azules y rojos, mezclaban un purpura nítido en su interior, ondeando como un risco descendente hacia un río de espuma azul y verde. Hermosas curvas redondeadas se escapaban del cielo amarillento hacia el infinito horizonte, dejando ver una estela de luz que dominaba el fondo, tan antiguo como la obra misma.
No podía mirar otro lugar, estaba encerrado en ese rectángulo dando rienda suelta a mis impulsos, creando con total libertad, sin prejuzgamientos ni agudas observaciones, simplemente la expresión de mi interior.
Cuando por fin alzaba vuelo en mis ideas, llevando la pintura al extremo, mi inspiración se cortaba, al alcanzar el borde, obligándome a empezar de nuevo. De esa manera, extasiado tomaba nuevos colores, ondeando siluetas contorneadas y suaves sobre el centro del lienzo, haciendo figuras que comenzaban y terminaban en el rectángulo donde finalizaban los límites de mi libertad. Evitaba de esa manera alcanzar el corte con el contorno donde una vez más mis trazos serían inútiles, acatando la regla de pintar solo sobre el lienzo, que sin recordar quienes la dictaminaron, es lo que se debía hacer.
De repente no todo parecía tan colorido. Lo que una vez me pareció bello y deslumbrante, ahora se veía insignificante, tan pequeño como el rectángulo asignado para esa tarea, con sus normas de simetría y orden que tan hermosa hace al arte. Fabricas de pintores que nos enseñaron como embellecer nuestra obra siguiendo los lineamientos de la estética ya concebidos, desde hace incontables años.
De a poco el sofocante espacio se hacía cada vez más pequeño, dando menos lugar para maniobrar mis herramientas y expresar lo que de a poco se convertía en necesidad.
La agobiante tarea de pretender no tener sometimientos, cuando todo indica lo contrario.
Una pintura de mi propia vida.

¿Saben que? Me agoté de esa manera de pintar.

Sin bordes. El mundo será mi lienzo.
Terminé.