“Una persona dogmática o fanática, alguien que ya esté firmemente convencido de algo, será una pesadilla para quien quiera lavarle el cerebro. Sin embargo, si un manipulador da con una persona joven, por ejemplo, con una persona que no ha acabado de descubrir quién es en la vida, o que tiene dudas, que busca algo, pero no sabe bien qué, esa persona será una víctima maravillosa”. (“El alma está en el cerebro” de Eduardo Punset).
Nunca podré llegar a afirmar donde empecé a darme cuenta de que esto no era un juego, no sé si fui consciente desde un principio de lo que iba a significar todo esto, si sabía dónde estaba empezando a caer, o si fue después cuando comencé a entender que nada era lo que había creído. Tal vez fue al leer esas líneas de “el alma está en el cerebro” cuando me di cuenta que a pesar de ser mi deseo de adelgazar, eran esas páginas que miraba, eran esas chicas que afirmaban de forma obsesiva que era un estilo de vida, que pasar hambre y sentir a cada paso la lenta aparición de una muerte segura, de un decaimiento tembloroso, de un miedo que iba oscureciendo cada creencia, era el precio a pagar por un sueño, un sueño que parecía eso cuando empezaba a pronunciar la “s”, pero que se tornaba pesadilla cuando mi garganta gritaba la letra “o”. Todo empezó demasiado pronto. Estaba encendiéndose una pequeña bomba dentro de mí, y quizá fueron esas páginas las que acrecentaron esa mentira hasta convertirla en algo propio de mi cuerpo, en algo certero, en algo irrefutable y mecánico como sus listas de calorías. Creo que podría decir que fueron esas fotografías de perfectos esqueletos las que manipularon lo que hubiera sabido reconocer como pesadilla pero que vi, durante años, como la fantasía de llegar a ser alguien.
|