Tengo el control. Tengo el control. La frase se le imponía, rebobinaba y volvía a repetirse. Tengo el control. Los músculos tensos, la piel fría, la pupila contraída. Las palabras que se agolpan y hacen presión entre las sienes, que giran y se retuercen esperando a ser vomitadas de alguna manera, por la circunstancia creadora, intempestiva, del mero acto. Tengo el control. Cada segundo de su historia, desde que dos células incompletas se fusionaron, cada pulsación, cada poro erizado, cada mínimo gesto, modo de estar, de moverse, de concebir su transcurrir lo habían puesto en este instante prístino, estático, en que contemplaba el sutil y engañoso punto de luz que suponía era su conciencia. La historia de sus antepasados a través de la vida transmitida de gen a gen, de pulso de información a suspiro de sangre, desde el impulso primero en que a un átomo se le ocurrió comenzar a moverse hasta ese preciso momento no se había detenido. Hasta ahora.
Tengo el control. Y el ruido dentro de las venas continúa rugiendo. Los dedos se crispan casi imperceptibles, las alas de la nariz, abren y cierran. Tengo el control. La lengua pegándose al paladar recordándole el sabor de la piel de alguna mujer que pasó tras el hace tiempo. Y el tiempo, el tiempo que ya no importa. El tiempo que siempre pretende engañarlo y que está hecho de humo y de risa. El tiempo que nunca existió, era atrapado en su indiferencia, en su vacío de sentido. En una palabra hueca: tiempo.
Tengo el control. El aire ingresa lento, le quema los pulmones. La vista solo registra un rojo sanguinolento. Los oídos le laten dentro, con una cadencia cada vez más lenta. La piel que termina de enfriarse. Intenta tragar, la saliva espesa se le queda soldada en la garganta. Los ojos que se apagan, entreabiertos. La última palabra que le cruza por su mente y que es la misma con la que inició el viaje: “luz…”