Pasó cuando ambos subieron al mismo vagón del metro. Fue una mirada breve, pero intensa, que apenas duró dos o tres segundos. Se miraron directamente a los ojos y en ambos hubo sorpresa y curiosidad. El hombre pensó: “qué mujer más bonita. Hace mucho que no observaba una mirada como la de ella”. La mujer también tuvo sus impresiones: “¿Y este tipo qué me mira; acaso le habré gustado?” Para disimular su turbación, el hombre desvió la mirada y se cuidó mucho de no voltear a verla, mientras el convoy se ponía en movimiento; aunque tenía ganas de mirarla nuevamente al rostro, no quería que ella pensara que estaba interesado en hacerlo. La mujer, segura de sí misma, durante el trayecto de una estación a otra, volteó a mirarlo con naturalidad un par de veces; al comprobar que él parecía ajeno a su presencia, dejó de hacerlo. Él alcanzó a percibir, a intuir, la mirada franca y directa de la mujer. Se moría de ganas por voltear, pero no lo hizo.
El hombre se aprestó a bajar un par de estaciones más adelante; simultáneamente, la mujer se levantó para hacer lo mismo. Casi chocan al bajar por la misma puerta. Él se esperó un poco y ella pasó primero; segura y desentendida, caminó de prisa por el pasillo del andén. Era un entronque de estaciones, así que los dos, siguieron por el mismo pasillo. Un poco más atrás que ella, el hombre pudo observarla plenamente. La mujer no era muy alta, tenía el cabello largo y rizado, una cintura esbelta, y unas caderas que no estaban tan mal; caminaba con firmeza y rapidez, lo cual no le permitía lucir toda su feminidad. Había mucha gente; al descender una escalera, el hombre, que también caminaba deprisa, adelantó a la mujer, la cual se detuvo a comprarle a un vendedor ambulante una “congelada”. Paso a paso, él llegó hasta alcanzar el espacio para abordar el primer vagón del convoy. Unos segundos después, ella llegó hasta el mismo sitio y con la “congelada” entre los labios lo miró con naturalidad. “Qué mujer tan bella”, pensó el hombre nuevamente, parecía que no lograra hilvanar otro pensamiento diferente. “Este hombre es un estúpido, ¿para qué me ha mirado antes, si ahora se hace el desentendido? ¡Bah!” En ese momento, un hombre vestido con traje negro y algo encorvado por el peso de los años, apareció con algunos libros entre las manos y comenzó a ofrecerlos entre la gente que aguardaba la llegada del convoy. Los que abordaba, lo rechazaban negando con la cabeza. Llegó hasta la mujer de la “congelada” y le reiteró el ofrecimiento de sus libros, alargándole uno de pasta blanca, envuelto con celofán, donde se alcanzaba a leer el nombre de Doris Lessing. Mientras esto sucedía, el hombre de la mirada, pudo contemplarla realmente a su gusto; entretenida como estaba en intercambiar algunas frases con el hombre de los libros, la pudo recorrer de pies a cabeza y admirar el perfil de su nariz, la expresividad de los ojos, la línea antojable de los labios que se juntaban como en un beso, al chupar suavemente y con deleite, aquella congelada afortunada. Cómo deseó en aquel momento el hombre de la mirada, ser esa masa fría y dulce, que la mujer sostenía entre su boca. Ella acabó comprando el libro; él, la miró arrancarle el celofán y observar cómo hojeaba algunas páginas, pasándolas suavemente.
Arribó el convoy. Los dos subieron al mismo vagón. El hombre volteó disimuladamente y la percibió ensimismada en el libro que sostenía entre sus manos; en la siguiente estación él se tenía que bajar. El trayecto duró un suspiro y pendiente de la mujer, aunque ya sin mirarla, se bajó desangelado, decepcionado, caminando de prisa hacia la salida. Él no la vio; pero la mirada de la mujer se fue tras la espalda del hombre, mientras una sonrisa leve, llena de añoranza y desilusión, se dibujaba en sus labios.
Las puertas del vagón se cerraron, como acababa de cerrarse el breve paréntesis de este encuentro-desencuentro de dos seres, que nunca más volverían a cruzarse en la vida.
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