MI PRIMO EDMUNDO
El barrio de Monserrat, famoso por cobijar a renombrados criollos de antaño, así mismo, por las interminables fiestas jaraneras, que abrió camino a frases pegajosas: “para matar la furia asesina, un criollazo caldo de gallina” a pesar de ser sábado, se hallaba despoblado. Corría un viento fuerte poco común, el vecindario sentía miedo, ya que según las creencias, como no era otoño en que aparecían los vientos, hacía presagiar sucesos nada buenos.
Edmundo entró a la vivienda de Carmela, la madre preparaba su plato favorito: arroz con pato. Cuando la miró, ella perdió la concentración y le clavó sus saltones ojos.
—Te apareces, justo a tiempo, en el preciso momento que necesitaba la chicha de jora. ¿Supongo que no te olvidaste de traerla?
—No… ¿por qué olvidarme?
Dolores no espero y le arranchó el botellón, él sólo se puso a reír, mientras ella echaba el fermento al arroz. La madre de Carmela sabía que pronto la sala estaría atiborrada de gente, pues con el marido apodado: el criollo, acostumbraban a celebrar entusiastamente, los cumpleaños de sus hijas. En esta ocasión, la mayor que se llamaba Carmela, cumplía veinte años y era la más bonita de todas las hermanas. Las otras no dejaban de ser hermosas, Esmeralda con dieciocho era todo un encanto, Teresa con dieciséis, no se quedaba atrás, Elsa con catorce aprendía de las mayores y la más pequeña Norma que apenas frisaba trece años, bailaba tan igual que ellas.
Don José trabajaba fuerte para ganar el dinero y así complacer a Dolores y a las engreídas hijas de cualquier caprichito, por más raro y costoso que fuese. Él siempre decía que la hija mayor podría ser algún día la señorita Perú, y no se equivocaba puesto que la muchachita derrochaba salero y gracia al caminar. Poseedora de pestañas bien curvadas que agrandaban la belleza de sus ojos verdes. Y, su escultural cuerpo no se quedaba atrás, pues hacía gala de las medidas casi perfectas que se exigen en los concursos de belleza.
Edmundo vio a Carmela y sin perder tiempo fue a su encuentro:
—Quiero ser el primero en saludarte —la abrazó, posteriormente, beso tiernamente sus mejillas, luego sacó un diminuto paquete y se lo entregó—. Disculpa la pequeñez.
—No debiste molestarte, gracias. Tengo que ir a la peluquería, espero verte más tarde.
—Vendré, sólo estoy de paso, ya que prometí a tu madre traer la bendita chicha de jora, para su arroz con pato. La negra Victoria, mi vecina, la prepara muy bien.
Las horas pasaron deprisa, las cinco hermanas ocupaban los asientos principales del amplio salón acompañadas de sus amigas. Se sentían intranquilas porque sus invitados no llegaban, vaticinando todas, el fracaso de la fiesta, y el ambiente frío ayudaba a confundirlas más. Sin embargo, todo se disipó, cuando aparecieron los jóvenes, pues éstos acostumbraban visitar cualquier bodega regentada por un chino y se zampaban tremendos vasos de pisco con la idea de asistir bien entonados al baile. Parece que se les picó el diente y se quedaron más tarde de lo acostumbrado.
Edmundo y su primo Pepín, charlaban, en espera que la música sonase, para correr y sacar a bailar a las encantadoras jovencitas que eran asediadas. En el primer intento, ambos no pudieron bailar. La segunda intentona, ni llegaron a la mitad del salón. En vista de los múltiples fracasos decidieron esperar a que los fogosos bailarines se agotaran.
─La señora Dolores dejo la cocina, vamos a curiosear.
Dijo Pepín.
─Vamos, antes que la Doña regrese ─dijo Edmundo─ ahora está entretenida, saludando a sus familiares.
En la cocina, Edmundo más pícaro que el primo, buscó en forma veloz y descubrió una botella de ron. Inmediatamente, salieron de la cocina y se toparon con un caño antiguo que colindaba con un angosto, largo y oscuro callejón, que devolvía a la calle. Allí se pusieron a beber largo rato, hasta que Don José apareció de improviso y Edmundo de inteligencia rápida dijo:
—Mire Don José, el ron me lo regaló un amigo colombiano, es bastante bueno. Pruébelo y verá que tengo razón.
El cansado hombre, a pico limpio comenzó a beber y en el instante que saboreaba el supuesto ron colombiano, apareció de improviso Dolores.
—¡Carajo! Tan viejo y enseñando a beber, ¿no te das cuenta qué aún son jóvenes? En ese punto, ellos se hicieron humo.
—Probaba este ron, a Edmundo se lo regaló un amigo colombiano.
—Muéstrame el casco.
Se lo mostró inocentemente, la mujer grito:
—Y todavía mentiroso, este ron es más peruano que la papa que da de comer al mundo, lo compré para brindar nosotros.
El viejo se puso a reír y su esposa Dolores que en el fondo era buena persona, acompañó a su marido.
Los primos al escuchar la música ingresaron al salón, pero no llegaron ni a la mitad, las parejas bien abrazadas, no dejaban seguir avanzando. Decidieron esperar cerca de las sillas donde se sentaban las hermosas criaturas. La estrategia dio resultado, puesto que Edmundo se pegó a Carmela y Pepín a la amiga de ella, sin dejar ventaja a ningún bailarín. Comenzaron a moverse al son de la pegajosa melodía, de súbito un sismo remeció la vieja vivienda, todos salieron despavoridos, Dolores miró caer la olla, le daba pena perder el mágico contenido. Edmundo, demostrando serenidad, esperó que se calmara la tierra, la suerte no le acompañó, pues hubo otro remezón y el techo antiguo se vino abajo.
Edmundo no recordaba nada, cuando despertó se vio en un lugar extraño. Quiso sentarse, no pudo, su pierna derecha la percibió escayolada. Luego, entendió que estaba en cama, en un hospital, mas no sabía el lugar. Esperó a la enfermera que se acercase.
—Enfermera, por favor.
—¿Cómo, se encuentra?
—Mejor. Si fuera tan amable, ¿podría decirme dónde estoy?
─Hospital Dos de Mayo, pabellón de traumatología.
─¿Mis familiares, saben de mi paradero?
—Por supuesto, han estado pendientes. Ya abandonaron el hospital porque la visita terminó.
Se quedó dormido, al rato despertó y vio a Carmela que lo miraba tiernamente.
—Gracias, tu presencia reconforta mi espíritu, pero ¿cómo has podido entrar, sí no es hora de visita?
—Es que estoy muerta.
─No digas tonterías, si te encuentro hoy más linda que ayer.
─Créeme, ya no pertenezco a este mundo.
—¡Muerta! Imposible, porque yo te cubrí.
—Algo pesado cayó en mi cabeza y puso fin a mi vida en esta tierra.
—No bromees, por favor.
—Vine solo a despedirme, una mujer muy bella espera por mí, me llevará a otro plano, dice que es bello y todos nuestros deseos se cumplen. Allí no existe la angustia por llenar la olla, allí no existe el dolor, allí impera la paz. Todos somos iguales a la vista del creador.
—Me niego a creer que te hayas convertido en un fantasma, estás viva, por piedad, no juegues conmigo. Es verdad que nunca te dije que te amaba, pero mis actos te lo demostraban: una mirada tierna, un beso, una rosa. Tu sabes que te quiero, que eres lo mejor que vino a mi vida, te iba a pedir que te casaras conmigo y del fruto de nuestro amor, tener una hija igualita a ti.
—Bueno..., mírame por última vez, tengo que partir. No sufras porque tarde o temprano nos volveremos a reunir.
—Estoy soñando—dijo Edmundo, siempre mirando al ángel, o fantasma en que se había transmutado Carmela.
De súbito, ella se disgregó en su presencia, quedó solo sin entender lo acaecido y volvió a quedarse dormido.
A día siguiente, apareció el primo Pepín y le puso en conocimiento del fallecimiento de Carmela.
—¿Por qué mierda no saliste?
No pudo responderle…
El día que le quitaron el yeso pintarrajeado, amigos y familiares mostraban alegría, pero Edmundo, seguía sumido en el recuerdo. Su caminar aún torpe, recuperó la normalidad, pero olvidar a Carmela, le era casi imposible.
Cierto sábado jaranero en que caían diminutas gotas de agua, recordándola, encaminase a la afectada casa por el sismo. A lo lejos atisbó gran movimiento de personas, apuro la caminata y observó a peones limpiando los escombros. Se detuvo junto a un viejo camión que era llenado a punta de pala y desde allí, recordó el baile, después el sueño que tuvo…recuerdos no muy gratos. Volteó la cara porque un peón en lugar de echar los escombros al camión, lo tiro fuera. Estornudó, el polvo fue la causa que agachara la cabeza cerrando los ojos, al abrirlos, junto a sus pies descubrió un pequeño libro color rojo. Sacudió el polvo, y cuando vio la primera hoja, contempló el nombre de su amada. Supo enseguida que Dios le había enviado el diario de ella, lo beso y corrió a su hogar. Se enclaustró en su cuarto nervioso, encendió un cigarrillo sin dejar de apretar en su corazón su precioso tesoro.
Quiso hojearlo, ya que tenía ansias de saber lo que había escrito de su persona, mas prefirió comenzar por el primer día en que ella empezó a escribir. Descubrió las etapas de su vida, de sus amores recíprocos y no recíprocos, sus resentimientos y frustraciones. Las manos le temblaban y el cigarrillo seguía consumiéndose, él no lo fumaba, solo quería terminar, mas seguía leyendo y descubriendo viajes imaginarios a otros países, peleas de sus padres, discusiones entre las hermanas y hasta pudo enterarse de la primera menstruación de la más pequeña. Aún faltaban unas hojas, pero ella nada había escrito acerca de él, arrojó el pucho al sentir un leve calor en sus dedos y siguió leyendo. Apareció a su vista unos versos hermosos, no sabía si ella los había escrito o copiado de un poeta famoso, el día que su padre estuvo enfermo y oro al señor de los milagros para que lo sanara. Y, cuando menos esperaba, al final de la página impar, apareció su nombre. Su cabeza era un pandemónium y acusaba miedo, por esos argumentos, no quería voltear la última la hoja. Puso la mente en blanco, en segundos aparecieron pensamientos positivos que le impulsaron a voltearla y enfrentarse a su destino. En forma lenta realizó la operación, el minúsculo tiempo empleado le pareció una eternidad, pues él veía correr la hoja, pero no llegaba a voltearse: gotitas de sudor brotaron en su frente, el sentirse amado a pesar de que ella, ya no vivía en la tierra, le fascinaba. Los segundos le daban la impresión de tornarse perpetuos, hasta sintió que envejecía con el correr del tiempo que no alcanzaba a comprender. En el punto que la hoja terminó su recorrido…, sus adoloridos ojos quedaron sorprendidos al mirar la bendita hoja en blanco.
Julio Santa Ana Eyzaguirre
Barcelona
|