El juego, el fuego
El paseo con lluvia los hizo refugiarse en la librería hasta que amainara. Ella toma un libro del mesón para mirar mejor la portada y lo devuelve al montón. Revisa sin mayor interés hasta que al levantar la vista vio el que le llamó la atención. Ese libro en particular cubría un rostro conocido, era el libro que él leía y sostenía a la altura del rostro escondiendo lo evidente, a él pretendiendo infantilmente ser invisible. Luego, 2 ojos, los de él, asomaron por el borde superior del libro, apenas un instante y se escondieron. Ella, sin embargo, esperó, como quien augura la salida del sol entre los cerros. Cuando de nuevo amaneció y, sin pitazo de partida, ambos sostuvieron la mirada y sin pestañear jugaron a las quemaditas a 4 metros de distancia. Sin obstáculos, era una tierna comunión. Por que en plena librería, ambos detenidos, ellos eran como 2 rocas en un rio sorteadas por la gente siguiendo su curso habitual e ignorando la disputa, que sólo concluiría con un par de corneas bien carbonizadas y marchitas.
Ninguno cedía. Pero ella, al percatarse que todo el tiempo él, simuló leer sujetando el libro al revés, le produjo un tic de sonreír que le dejó escapar un pestañeo. Y él por fin dejó de contenerse, porque la escena planeada para parecer idiota, desde el principio le hizo gracia, y comenzó a reírse y obviamente también pestañeo. Quizá en involuntaria revancha ella comenzó a reír como una posesa, superándole en agudos y en arrítmicos sonidos. En reír ella le dio tremenda paliza, y él, apenas recuperó la seriedad, se percató que el rio de gente también se había detenido como un rio congelado, y ahora una docena de ojos como peces, sin ser invitados, participaba de aquel intimo juego. La consigna del gentío: Todos contra el parcito. Y vaya que quemante la mirada de esos participantes temporales, porque a él y a ella, sin todavía pestañear, les hizo sentir perdedores e increíblemente subnormales.
Amaino la lluvia. Salieron de la tienda habiendo compartido la vergüenza y no les incomodo compartir también las intenciones, la humedad de una de sus manos y la baldosa para mirarse bien de cerca. En el beso las reglas del juego se invirtieron: ahora, quien abra las los ojos se quema. Pero siempre que tu pareja los abra y te descubra que le mirabas.
Le ganaron a la prisa, a los días comunes, inclusive a ellos mismos, porque esa mirada simultánea, labio a labio, era un vaticinio: en el futuro, en sucesivas ocasiones, el mirarse les haría encender el juego, el fuego.
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