Pensamientos oscuros atravesaron estrepitosamente la cabeza de Ana mientras caminaba rumbo a su hogar. Había bebido demasiado. El alcohol en su torrente sanguíneo circulaba con gran rapidez. Se sentía desamparada y triste. Ella procuraba ser buena madre, atendía a su esposo, hacía las tareas del hogar, pero siempre se equivocaba. Observó a la gente regresando a sus casas, a sus vidas insípidas.
Odiaba su patética existencia, y también las de los demás. Se estaba volviendo loca; los murmullos en su mente no dejaban de acosarla.
Deseó poder escapar. Volvió a sentirse como una niña indefensa, pero no debía llorar; ya era mayor para eso.
En la esquina creyó ver a su padre esperándola. Seguramente había vuelto para llevarla con él otra vez, pensó.
Aterrorizada, se dio cuenta de que su madre ya no estaba para defenderla de sus malos tratos. Intentó calmarse al recordar que los dos habían fallecido diez años atrás.
De pronto, reflexionó sobre lo que le había dicho su terapeuta: “Usted puede dejar el pasado atrás, Ana”
Inspiró el aire primaveral y le pareció que se sentía mejor.
Todavía confundida, no vio que un auto se aproximaba. La sorprendió un fuerte dolor en su espalda, y no supo qué había ocurrido.
Antes de adentrarse en la oscuridad, susurró: “Prometo portarme bien, papá”