Cuando vi la película por segunda vez, a pesar de que no podía repetirse el asombro de la novedad, descubrí nuevos matices en el diálogo, comprendí mejor a los personajes y pude captar los sentimientos expresados por gestos o miradas.
Años más tarde, la vi volví a ver en la televisión y la magia, como sucede con toda obra clásica, permanecía intacta, sobretodo al final, cuando el protagonista, asiste en una sala desierta a la proyección de una secuencia editada especialmente para él*. Era la serie de los besos censurados en las películas de su época.
Disfruté nuevamente con cada personaje, y me identifiqué con uno en especial, porque a menudo actúo así cuando quedo sola en casa. Se trata de una figura marginal, poco relevante para el argumento, que está allí para dar una pincelada de color y humor a fin de atenuar el sentimentalismo de algunas situaciones.
Es el tonto del pueblo, aquel que trepado a un árbol de la plaza, aguarda el momento en el que todos se han retirado para bajar de su escondite y en una explosión de entusiasmo posesivo y alucinado, corre y se adueña del lugar, gritando a los cuatro vientos: “¡La plaza es mía, la plaza es mía!”**
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http://www.youtube.com/watch?v=kVMsnT0AbRU
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http://www.youtube.com/watch?v=-XFcMMDmyF8
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