Tora-Tora -- Código de honor
Jonathan cursa el tercer año de Ciencias Físicas en una
reconocida Universidad, gracias a sus sobresalientes calificaciones
escolares obtuvo una beca estatal, hijo menor de madre soltera, sus escasos
recursos económicos los obtiene trabajando en tiempos de cosecha,
como temporera, y en la feria libre de frutas y verduras la mayor parte del
año, cuatro hijos varones, cada uno, el fruto de amores
esporádicos.
El hijo mayor trabajó como obrero de la construcción y
completó sus estudios secundarios en un Liceo vespertino para luego
ingresar como voluntario al Servicio Militar, los dos que le seguían
solo alcanzaron estudios de enseñanza básica, no eran
aplicados como su hermano mayor, había escasez y necesidades por lo
que decidieron acompañar a la madre en su esforzado trabajo y de
este modo permitieron a Jonathan hacerse dueño de su propio
destino.
Su innata humildad además de su inteligencia y disciplina,
provocaban en sus compañeros displicencia y el acoso permanente,
él lo aceptaba, su compromiso era otro.
Al término del semestre académico, Jonathan y sus
compañeros rindieron una prueba escrita, los resultados en general
fueron nefastos y aprovechando un descuido del profesor, tres alumnos
robaron las pruebas y las arrojaron en los sanitarios. Hubo
confusión entre el profesorado y el Rector, comenzaron los
interrogatorios, Jonathan había sido testigo del robo pero
había recibido una calificación de excelencia, no ameritaba
hacerla desaparecer, los verdaderos culpables eran intocables, sus padres,
poderosos empresarios, benefactores del establecimiento estudiantil.
Al día siguiente del malintencionado suceso, el aseador de la
Institución universitaria encontró los baños
inundados, las pruebas sustraídas por los jóvenes
habían estancado el paso del agua y flotaban en medio del
desconcierto, informó la situación y la rectoría
decretó un comité de disciplina.
Denunciados por una profesora que se encontraba muy cerca del área
de servicios inoportunamente, fueron citados acompañados de sus
apoderados los tres jóvenes culpables y Jonathan, que solo
había estado en el lugar incorrecto en el momento menos adecuado.
El no contaba con un apoderado, se presentó solo ante el
comité, esta situación posibilitó que sus
compañeros responsables del incidente fueran mejor respaldados por
sus acaudalados padres y el Rector. Al ser interrogado y amenazado con el
término de su beca, Jonathan musitó respuestas vagas,
imprecisas, que agravaban la ira del demandante, pero él se
obstinó en mantener reserva y fidelidad a su código de honor,
no era un soplón, sus compañeros podrían esconderse en
los bolsillos de sus padres, no vendería a nadie para comprar su
futuro.
Inesperadamente alguien se sentó a su lado, en el sillón
desocupado destinado a su apoderado.
_ ¿Y, usted quién es?_
Preguntó, muy molesto el Rector.
_Cabo de infantería de Alta Montaña Bryan Soto Loncomilla,
hermano mayor de Jonathan, he venido a representarlo. Jonathan no necesita
títulos ni bienes para ser un integrante más de ésta
Universidad, él por si mismo ya lo es y lo han inculpado por una
falta que no ha cometido, los verdaderos responsables sonríen con
cinismo amparados por su condición social y económica, a mi
hermano, ustedes, le están destrozando el alma.
Soy un sobreviviente de la tragedia en donde cuarenta y cuatro
jóvenes soldados, más jóvenes que los que aquí
se encuentran presentes, murieron congelados bajo una fuerte nevazón
cordillerana, otros sobrevivieron para ser amputados, vi piernas
congeladas, y brazos, y manos, pero no hay nada más desolador que un
espíritu amputado, no hay prótesis para el alma. Están
ejecutando su alma porque no es un joven de su elite universitaria. El no
va a delatar a nadie, y eso se llama integridad, coraje, eligió el
camino correcto por el principio que conforma su carácter, su futuro
está en sus manos, un futuro valioso.
Los hará orgullosos un día.
Lo juro_
Se produjo un silencio solemne al término del discurso del cabo Soto
Loncomilla ante la Asamblea presente, el Rector que la presidía
ordenó a los profesores reunirse privadamente para emitir su
veredicto, ellos solo se agruparon sin alejarse del estrado, percibiendo en
el secreto lenguaje de la mirada que entre ellos se transmitían, su
coincidente resolución.
Habían escuchado hablar a un soldado, de honor, de la encrucijada
entre el poder y la ausencia de valores, de cómo se forma un
líder, de la educación y la templanza, de la fuerza de un
alma intacta e inocente de los cargos imputados. Para ellos, docentes
académicos, una disertación valerosa y sincera sobre una de
las grandes verdades de la vida.
La libertad, la fuerza interior y la integridad que otorgan los valores
morales, no se compran ni se venden, están escritas en el alma.
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Santacannabis -- Mataría a esa rubia
Entonces dije “mataría a esa rubia” y sabía que no era
cierto, pero es tan fácil aniquilar a alguien desde la
imaginación que matar se convierte en un verbo de uso corriente.
Obviamente no la mataría aunque sí deseaba que sufriera un
daño pequeño, moderado, algo así como que se enterrara
un vidrio en la planta del pie o que le cortaran la luz tres meses por
falta de pago.
Ya llevaba dos semanas imaginando para ella muertes aparatosas y desgracias
cotidianas. Su presencia me daba rabia porque representaba todo aquello que
se procura tener lejos: petulancia y estupidez a partes iguales. Arrogancia
e intrusismo en mis espacios. Vulgaridad, y sobre todo, esa ignorancia
insolente que deslumbra a aquellos que no son capaces de pasarle la
uña a una capa de barniz mal puesto para descubrir una madera
podrida.
“¿Y a ti qué más te da?” me dijo él,
dándole un último sorbo al café antes de entrar al
cine. Había caído en un error al hablarle del tema.
Podría explicarle cosas que no entendería porque reconozco
que buena parte de ellas sólo ocurrían en mi
imaginación, pero mi imaginación también es un recinto
sagrado y si alguien entra ahí con mal pie se convierte en la
víctima de mis ficciones. Y fue cuando dije “Mataría a esa
rubia” pero como él ya se levantaba para pagar la cuenta
prefirió hacer como que no escuchaba.
Se nos metió en nuestras vidas a la fuerza. Siempre desconfío
de aquellos que van buscando amigos como si fueran cachorros que brincan
para ser adoptados en un refugio y después actúan con
displicencia tratando a la gente como ratones de campo a los cuales
adiestrar. Un día intentó hacerse la lista argumentando como
propia la crítica que aparecía en una revista argentina.
“Nena, no te pases, que todos tenemos Internet” le contesté con
soberbia, pero claro, en vez de reprocharle a la nueva rubia su plagio y su
descaro, mis viejos amigos me miraron con desaprobación.
Él me invitaba a ver los filmes clásicos que emitían
entre semana porque era más barata la entrada. Daba igual, Hitchcock
no me cansa, no me agota, a pesar de ser otro imbécil que se
obsesiona con chicas con pelos de paja. Pensé que finalmente,
él también mataba rubias.
Creí que me emocionaría cuando la mujer de la melena dorada
cae desde el campanario, pero no. Entonces me di cuenta de que la escena
importante no es la del crimen sino el momento en el que Scottie obliga a
la chica a ser de nuevo la persona que fingió ser. Antes de eso
Scottie había visto como Madeleine se había suicidado
lanzándose desde la torre de una iglesia sin que él pudiera
hacer nada pues sufría de vértigo y no logró subir las
ruinosas escaleras de caracol. Él se queda en shock durante meses y
cuando por fin sale a la calle se encuentra con una chica llamada Judy,
físicamente muy parecida a Madeleine pero con un aspecto y una forma
de ser más bien corriente.
Scottie la sigue, la invita a cenar, la trata como si fuera Madeleine y
Judy está enamorada de él. Y esta es la escena que me
pareció medular: ella, insegura, se muestra ante él con la
ropa, los zapatos y el cabello del color que él le eligió.
Los mismos que llevaba Madeleine el día de su muerte. A Judy le
tiembla un poco la voz. Scottie, disgustado, le dice que falta el peinado y
ella obediente, se da la media vuelta sin ni siquiera preguntar cómo
debía acicalarse. No hace falta que le explique cómo
debía arreglarse el pelo porque ambos saben que están
representando un acto necesario. Ya no es Madeleine, la rubia etérea
de la que estaba enamorado ni tampoco Judy, la chica corriente y pueblerina
que aceptó un pago a cambio de hacerse pasar por otra. No es nadie.
Ella cierra la puerta y él se da cuenta de que haga lo que haga, la
rubia no será jamás la persona que lo deslumbró con su
elegancia, su fragilidad y su melancolía. Cuando sale del
baño con su recogido en forma de espiral él la ve como un
fantasma, como alguien que nunca existió porque cualquier personaje
es superior a las personas que podemos ser. Finalmente Judy sufre un
accidente y cae del campanario por culpa de la obsesión de Scottie
por recrear la escena y curarse el vértigo.
Tres veces mató Hitchcock a la misma rubia y yo, seguiría
matando a mi rubia otras tantas veces en mi cabeza mientras esperaba con
paciencia a que se mostrara como la persona que realmente era y una vez
convertida en fantasma dejara de deslumbrar a tanto incauto.
Salí del cine satisfecha y sonriente. “Tengo cuatro llamadas
perdidas” me dijo él. “Anda, ve a ver tu fantasma”, le
contesté mientras me alejaba en dirección contraria rumbo al
único campanario del pueblo.
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nomegustanlosapodos--La leyenda del Chatarra
Me he comprado una almohada nueva. Hace unos meses mi mujer se largó
de casa y a mí no se me ha ocurrido otra cosa que sustituirla por un
almohadón individual. Desde entonces apenas duermo por las noches.
Al principio pensé que era por culpa de ese espacio vacío de
cabellos revueltos y perfil de niña dormida lo que me robaba los
sueños, así que suprimí esa distancia Pero claro, eso
no fue más que una idiotez, la ausencia no conoce límites.
Continúa ahí, en el colchón, en las baldosas del
suelo, en los pomos de la puerta, en los interruptores de la luz, en las
tazas de café, en los grifos del lavabo y la cocina. Otro intento
idiota ha sido trasladar la tele a la habitación. Desde que estoy
solo ya no existe el silencio como tal, se ha convertido en la
negación de lo que antes sonaba. Por eso ando como loco buscando
voces, sobretodo en la madrugada.
Ayer pasó algo curioso. Emitían una película en blanco
y negro, de ésas que reponen de vez en cuando y que puedes haber
visto una docena de veces o ninguna, pero que siempre te devuelven la
consciencia de un tiempo vivido. Estaba protagonizada por un joven Paul
Newman que interpretaba el papel de un preso. Fue entonces que me
acordé de un tipo que había estudiado conmigo en el colegio.
Todos lo conocíamos como el Chatarra. Que me acordara precisamente
de él mientras veía a Paul Newman es una asociación de
ideas que resulta casi grotesca, puesto que el Chatarra era uno de los
críos más feos que he conocido en la vida. Se trataba de un
colegio privado y católico, con lo que nosotros no éramos
más que un puñado de niños de papá ataviados de
uniforme azul marino, mocasines negros, corbata a rayas y ese deje de
altanería y crueldad intrínseco en los chicos de nuestra
condición. En cambio, el Chatarra era distinto. Vestía el
mismo uniforme azul marino, los mismos mocasines negros, la misma corbata a
rayas, pero había algo que lo hacía diferente. Era una copia
de mala calidad, un objeto de segunda mano, un juguete pasado de moda, esa
prenda que heredas de los hermanos mayores… Todos lo supimos al verlo
entrar por la puerta de cuarto curso. No había duda: era uno de los
huérfanos del San José.
Solía haber uno por clase, de igual modo que existía un
último y único pensamiento de paz en el mundo en las cartas
que redactábamos por Navidades a los Reyes Magos. Un intento de
lavar nuestra consciencia cuando en verdad sabíamos que era ese otro
mundo material lo que realmente ansiábamos. Un huerfanito por curso
y la cuota mensual del resto de alumnos engrosando el alma de los curas del
colegio.
Paul Newman apareció en pantalla engullendo un huevo. Y luego otro,
y otro, y otro. Debía alcanzar la cifra de cincuenta huevos.
Cincuenta pesados e indigestos huevos duros y todo para ganar una absurda
apuesta. Eso me pareció entonces. Pero a medida que avanzaba la
película me di cuenta que no, que no se trataba exactamente de eso.
Y pensé en la vez que el Chatarra logró escalar hasta el
tercer piso de la pared que rodeaba el patio. Como lo miramos cada uno de
nosotros con una admiración soterrada. Hasta que alguien dijo: bah,
Mendoza el año pasado llegó hasta el cuarto. Era mentira.
Pero todos guardamos silencio. Al día siguiente apareció una
pintada en la parte más alta del muro. Había sido el
Chatarra, no tuvimos ninguna duda, era su manera de andar comiendo huevos
duros hasta un límite que ninguno de nosotros habíamos
alcanzado nunca. Hubo más retos. Pero nadie le jaleó, ni le
dio unas palmaditas de enhorabuena sobre el hombro.
Después del colegio íbamos a hacer el idiota a las
vías del tren. Jugábamos a ver quién resistía
más tiempo sobre los raíles. Una tarde vino el Chatarra. Fue
la última vez que lo vimos. Después de aquello, ninguno de
nosotros dijo nada. Paul Newman tumbado sobre una mesa a punto de reventar
y el cuerpo de aquel huérfano inmóvil sobre las vías.
Y nosotros huyendo sin volver la vista. Y estampadas en la camisa de mi
uniforme unas manchas que ya no saldrían. Unas gotas oscuras como
las manchas de óxido que deja la chatarra.
Apagué la tele y apoyé la cabeza en mi almohadón
individual. Entonces lo supe: el muy cabrón había conseguido
comerse hasta el último huevo. Yo en la vida llegaría a la
media docena. Me pareció escuchar entonces unos pasos por el
pasillo, el sonido del interruptor de la luz del lavabo, del pipí de
Laura estrellándose sobre la porcelana, del remolino de agua de la
cadena. Y esperé sus pasos de vuelta hacia la cama. Y esperé.
Y esperé.
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