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Fue un nueve de Julio, lo cual no me sorprendió. Abrí los ojos y hacía frío, mucho frío. Corregí las frazadas que se arrastraban por el suelo desordenadas, un tanto rebeldes y me cubrí. Sabía que tenía que levantarse e irme a duchar. Pero no lo hice. Decidí cerrar los ojos, un poco más… tan sólo minutos, segundos. ¿Qué importaba? Me vestí monótonamente y sin darme cuenta estaba caminando en la calle matutina y helada. Mi bufanda combinaba con mis guantes y me sentía bien. El crack de las hojas secas que mis pies pisaban era mi sonido favorito, el olor a pasto mojado recién regado era algo único y la cordialidad de la gente en la mañana era algo impagable. De pronto todo estaba perfecto. Y en ese momento lo supe. Supe que era el día.

Llegué a donde tenía que llegar a la hora que no tenía que llegar. Pero nadie pareció notarlo. Hice las cosas que tenía que hacer, como las tenía que hacer y la tarde se dio su tiempo para transcurrir. Yo no tenía apuros.
Eran las 6, y la gente ya había perdido la esperanza de ver al sol salir. Me puse mi abrigo, y salí. Por algún motivo sabía que se me quedaba mi bolso, incluso me volteé para mirarlo, allí recostado sobre mi escritorio. Sin embargo, seguí mi camino. Me detuve un tiempo al ver un enorme pastel de guayabas en la vitrina de una pastelería. A mí no me gustaban los pasteles, pero quería mirarlo. Quería sentir esa pisca de tentación que la gente frecuentemente sentía en este tipo de tiendas.

Caminé 5 pasos (los conté) Y me encontré con el semáforo en rojo. Doblé por la perpendicular, la cual no me llevaba a donde tenía que ir, pero no quería detenerme por un tonto semáforo. Llegué al puente que separaba las dos partes de la plaza y lo crucé confiada. Miraba al estanque cuando noté las ondas circulares deslizarse sobre el agua. Primero tímidas y pausadas y luego cada vez más frecuentes. El sonido de los paraguas abriéndose inundó el parqué, más que el agua en sí y yo sólo seguí caminando.

Entré al metro. Ya estaba más oscuro que antes pero no hacía tanto frío. Mientras pagaba el ticket escuché el indiscutible sonido del tren aproximándose a la estación y sabía que si me apuraba tan sólo un poco, podía llegar. Pero no quise. En cambio compré una revista de esas científicas que adoraba tanto leer y que cada vez se hacían menos visibles en las tiendas. Llegue al vagón y elegí el segundo. Podría haber sido el tercero, podría haber sido el décimo quinto. Pero no lo fueron, porque fue el segundo. Apoyé mi espalda en el borde posterior del vagón y comencé a leer. Pasaron 4 minutos y subí la cabeza. Y fue tal la precisión, que mi cabeza girara en el ángulo perfecto y en la dirección adecuada para que mis ojos lo pudieran ver. Un chico que estaba más al costado con la misma revista en la mano me miraba fijamente. Yo volví a mirar las páginas de la revista pero ahora todo daba vueltas. Levanté la vista y él seguía mirándome. Al notar mi incomodidad el separó su vista de mi rápidamente y se dispuso a prestarle atención a algo completamente estúpido como lo era una bolsa plástica tirada en el piso. Yo sonreí y comencé a mirar la bolsa también. Las luces del túnel decoraban todo de un tono azulado anaranjado. Y de pronto todo parecía fugaz y mágico. Nos miramos al mismo tiempo y sonreímos. Luego sonreímos por haber sonreído al mismo tiempo. El se acercó, sabiendo que los dos pensábamos lo mismo.
-¿Quién parte hablando?, ¿tú o yo?-
-Uhmm...Yo quiero partir. Podría decir algo como: Que buen aporte para la NASA el descubrimiento, ¿no?-
-Sí, entonces yo sorprendido miraría mi revista y luego la tuya y diría algo como: ¿También te gusta la ciencia? Lo cual es bastante deducible a partir de lo que tienes en la mano.-
-Luego el vagón frenaría de repente y yo me tropezaría así, y tú me atraparías en tus brazos. Y diría algo como: Me encanta. Con mi mejor sonrisa.- Nos quedamos así, y solo así. Mirándonos. Mirando el suave y tenue color de las luces sobre nuestros rostros, mientras nuestras iris regulaban su paso y mientras la acomodación ocular de nuestros cristalinos se dedicaba a enfocarnos de la manera precisa. Yo miraba sus ojos verdes y el miraba las gotas de lluvia en mi pelo desordenado y húmedo, partículas de agua de 0,5 mm de diámetro.

-Me gusta tu bufanda.-
-Creo que te amo.-
-Crees bien.-
-Me llamo...-
-Shh..- Me interrumpió rápidamente poniéndome su dedo en la boca gentilmente. –Eso déjalo para después, ahora vamos a buscar el bolso que se te quedó en tu escritorio antes de que anochezca.-

Al salir del vagón, pisé la bolsa plástica. A veces la gente es tan descuidada.

Texto agregado el 14-10-2011, y leído por 91 visitantes. (0 votos)


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