Toda su vida había sido un misterio para los vecinos. Lo que se sabía de él es que por las noches los despertaba prorrumpiendo con una risa sarcástica, sardónica, insultante. Por las mañanas se levantaba a comprar el pan saludando con una leve venia sin proferir palabra alguna. Por las tardes se sentaba en el parque llevando las migas alimentando a las palomas.
Tajante mudez cuando alguien le dirigía la palabra, su rostro no denotaba sentimiento alguno, impasible como la cara de un jugador de póker.
Un buen día una vecina curiosa le llevó un delicioso pedazo de torta sin escatimar el peligro que pudiera ocurrirle con ese hombre extraño.
La puerta estaba abierta, llamó sin que nadie contestara. Su estupor aumentó cuando vio el interior de la casona cubierto de telarañas, sin un mueble, ni una silla donde sentarse ni cama para descansar. Sólo unas viejas fotografías en la pared fechadas hace dos siglos donde se veía al enigmático vecino con una bolsa de pan en las manos alimentando las palomas…