Tengo un nuevo vecino.
No es que haya visto el camión de mudanzas afuera o que alguno de los conserjes del edificio chismeara al respecto.
Me di cuenta cuando al anochecer oí el chirrido de un mueble al ser arrastrado y cambiado de lugar una y otra vez. No es del todo molesto, pero no puedo evitar el deseo de subir a ayudarle. Desde aquí, da la impresión de ser un mueble demasiado pesado para que pueda moverlo una sola persona. Me pregunto qué tipo de mueble será. Se me ocurren formas diversas, pero tiendo a quedarme con la imagen de una reliquia: una cómoda, un peinador o un paragüero, cualquiera de ellos poseedor de patas largas y aguzadas que, por falta de superficie, terminan enterrándose en el piso.
Vivo en un magnifico edificio, arquitectura de los 50, tranquilo, con habitantes discretos que sólo se dejan oír eventualmente. En ese contexto, mi ex vecino era una brisa refrescante, aún cuando de él sólo conocí sus preferencias musicales para el atardecer. A la hora de los actuales chirridos, él solía escuchar algún disco de Miles, Coltrane o en último caso algo de Chet Baker. Yo, por mi parte, esperaba sentir los primeros acordes para abrir la ventana y robar algo de sonido ajeno.
Siempre imaginé que era un hombre solo, cerca de los cuarenta, tal vez profesor en alguna universidad. Se me antojaba separado, canoso, con una calvicie incipiente. Debía tener una voz profunda y un aire melancólico. Debía ser uno de esos hombres que sólo se enamoran una vez y son capaces de guardar austero respeto por el amor perdido.
Su departamento sería sencillo, sin muchos muebles. Se me antojaba un piano vertical en la sala, pero terminé por desecharlo, porque nunca lo oí. Es una lástima que se haya ido.
En todo caso, no es común que la gente se mude en este sitio. Creo que desde siempre he escuchado cómo tararea la mujer del 102 cuando tiende la ropa cerca del mediodía. Ella parece una persona muy vital. Creo que no vive ahí sino que es la cuidadora de un enfermo, porque cada vez que aparece un chinchinero se escucha la misma voz cantante, claro que en un tono más imperativo, exigiendo silencio y usando a su enfermo como argumento. Su voz no es feliz. Se me ocurre que le pagan poco y de tanto cuidar al enfermo ya le resulta odioso. Por momentos, me da por pensar que un día será tanto su aburrimiento que terminará por ahogar al enfermo con una almohada cuando todos están pendientes de otra cosa, a la hora del noticiero. No sería tan grave, parece que sólo ella se hace cargo. Si a ella no le importa, no ha de importarle a nadie.
Me pregunto si al matrimonio del 401 no le molestarán los chirridos del mueble. Lo más probable es que no, porque cada vez que siento los pasos del marido, que se repiten con exactitud 15 veces de ida y vuelta por el pasillo, se suma un grito de ella que llama: -¡Viejo, a almorzar! y el grito de él en respuesta: -¡Ya va!¡Estoy haciendo ejercicio! Y cuando alguien más interrumpe el ritual: -El médico me lo recetó-. Todo dicho a un volumen que sugiere sordera, así que tal vez ni han notado al ‘nuevo’ y su mueble.
Se oyen como la vejez misma, sus voces de palabras deformadas por un retraso leve al modular, un vacío mental que no les permite terminar cada gesto, siempre pausados, vagamente patéticos.
Seguro tienen varios hijos que nunca aparecen, hijos a los que les aburren y los dejan ahí a la deriva hasta que decidan morirse. Seguro que ni siquiera es por maldad, deben ser viejos tercos con hijos igual de tercos tratando de hablar y tropezando una y otra vez hasta escoger por coincidencia ausencias y silencios.
He soñado con el peinador. Tiene un espejo gigante y un tallado de rosas que lo rodea. Parece muy antiguo. Me he soñado sentada en un taburete, mirándome en el espejo y he sabido que en tanto esté ahí el mueble no se moverá.
A veces, sólo a veces, escucho a un niño. No debe tener más de cinco años. Se sienta en la escalera y siento como ruedan y se golpean sus canicas. También juega con autos o imita con un sonido casi inaudible a un carro de bomberos. Parece que el juego está más en su imaginación que en la realidad, porque se mueve poco y sin embargo, se queda tanto rato que ha de entretenerse. Creo que él vive en el 301 y es un misterio por qué sube un piso para venir a jugar junto a mi puerta. Tal vez se esconde de una madre que lo busca para que haga las tareas o de un hermano inquieto que no lo deja construir su mundo imaginario.
El mueble aún suena cada tanto al atardecer y aunque el sonido no ha cambiado, ahora imagino que es una cama donde una pareja hace el amor. Los pienso aguantando la respiración, reteniendo los quejidos, gozando callada y aún más intensamente en el intento de no ser descubiertos. Tal vez sean amantes clandestinos y por eso se amarran al silencio. Él debe tener las manos fuertes y todo el deseo del mundo en la mirada, ella, una sonrisa deslumbrante.
He aguzado el oído cada tarde, con la esperanza de sentir el más leve jadeo que confirme mi historia, pero aún no lo percibo. Para consolarme, a veces, sólo a veces, me retraso a propósito. Paseo por el centro y entro a la tienda de discos, escucho “Almost blue” y al volver a casa empino la mirada hasta la ventana del 502, a ver si atisbo una silueta que me diga que puede ser verdad.
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