Viendo anochecer, oyendo el mismo blues, sentado al final de la barra en un bar de mala muerte. Un lugar frío y solitario. El pensamiento disolviéndose con cada trago de whiskey.
La triste melodía hería mi alma con finas notas cual puñales. La corbata me apretaba y el saco se impregnaba con el humo que yacía en la atmósfera. Pensaba que nada podía ser peor, incluso si moría aquel día ya no importaba, pero fue entonces cuando un exquisito aroma llenó mis pulmones de lo que fuera a ser mi único recuerdo de ti.
Entraste misteriosa, tan ajena al lugar, tu piel blanca contrastaba con el vestido rojo que llevabas puesto. Tus labios combinaban a la perfección con tu atuendo. Caminaste hacia mí y me miraste con esos ojos negros que me hipnotizaron al instante; en ellos reflejabas la inmensidad de la noche donde la luna llena tiende a crear apariciones divinas.
Te sentaste a un lado mio mientras sacabas un cigarrillo de tu bolsa y acomodabas tu largo cabello, volteaste preguntando si tenía fuego para ti. Saqué el encendedor de mi bolsillo derecho y te lo ofrecí.
Te dije que nunca te había visto por el lugar. Que una mujer tan bella no debería estar sola por esos rumbos, que podía ser peligroso. Me dijiste que no eras de aquí asi que no conocías a mucha gente, que estabas sola y no te caería mal un poco de compañía. Te dije que me encantaría pasar el rato contigo, conocerte y talvez podríamos llegar a ser buenos amigos. Solo sonreíste. La sonrisa más sincera que jamás haya visto. Simplemente no podía dejar de verte, de contemplar tanta belleza que se encontraba tan cerca de mí, de oler el perfume que me hacía olvidar, de escuchar la voz que calmaba el dolor que mi alma sentía; eras como un regalo que el destino había puesto en mi camino.
Te pregunté tu nombre. Me dijiste que eso no importaba, que era irrelevante, que lo único que a ti te interesaba era que estábamos juntos en ese momento, que sentías como si me conocieras de antes.
Después de platicar un rato quisiste salir a tomar un poco de aire. Caminamos sin rumbo
por varias calles mientras me contabas la razón de porqué estabas sola. Él te había dejado. No te dio explicaciones, tomó sus cosas y se fue sin importarle siquiera verte llorando.
¡Es un imbécil!, te dije, mientras dejabas caer unas cuantas lágrimas por tus mejillas. Te abracé. No pude contener las ganas y esa era la mejor excusa. Me miraste fijamente y pude ver en tus ojos esa necesidad de consuelo.
De pronto comenzaste a besarme y yo correspondí. Aunque sabía lo que ocurría, no me importó. Tenías razón. Ya te quería.
Me pediste que regresáramos al hotel que habíamos pasado calles atrás. Entramos. La mujer en la recepción nos miró extrañamente y nos dio la llave del cuarto. Número 17. Abrí la puerta con torpeza, las manos me sudaban. El azul que corría por la ventana daba cierta ilusión al ambiente.
Te recostaste sobre la cama. Tu boca me llamaba. Lentamente te iba quitando el vestido rojo. Eras tú o era solo ese beso que tocó mi piel, no lo sé, pero ya no era mas ese extraño en extinción que andaba a la orilla de la nada, huyendo del dolor del mundo.
Suave y delicada tu piel, mis manos exploraban tu figura, mi boca tu alma. Con cada caricia y con cada respiro nuestros cuerpos viajaban guiados por Saturno, cubiertos por estrellas entre el Sol y la Luna, en un eclipse infinito.
La luz que emanabas me cegaba y me dejaba vulnerable a la realidad, tu dolido corazón solo buscaba refugio en mi calor. Una vez más, partía frágil en medio de un río lleno de rocas ignoradas, de horas nuevas, frases incendiadas por algo mas que la pasión. Tú ardías en un beso de ginebra tendida sobre la cama y el veneno del amor corría dentro de mi ser. Eras tú o era el mal de tenerte en mí. Nunca lo sabré.
Todo aquello era tan fantástico. El color de nuestras pieles se mezclaba entre las sombras; luces tenues, rayos de luna. Tus uñas recorrían mi espalda como si quisieran arrancarme la vida. Yo, mordía suavemente tu labio inferior. Mi manía.
Sin saberlo estaba a punto de descubrir lo que había dentro, eso que las flores guardan con gran recelo, el dulce néctar prohibido, la esencia de tu ser. Contuve el aire por un segundo.
El deseo fluía libre, podía sentirlo bajando desde tu pecho hasta tu vientre donde esperaba ansioso a ser liberado. Me lo dijiste entre susurros.
Los latidos se aceleraban cada vez más y la respiración se acortaba. Notas incompletas. El aire era más denso. El perfume que usabas intoxicaba mi piel con cada roce. Nuestras piernas se entrelazaron. El tiempo se detuvo. Sin darnos cuenta había surgido la metamorfosis, tú te convertiste en mar y yo en cielo, donde ni el horizonte puede separarlos, nos hicimos uno.
Pude entonces entrar, sentirte desde adentro, sentir como tu cuerpo se estremecía en ese cuarto azul. Una lágrima apareció en tu rostro pero pude ver que esta vez no era de tristeza, ésta era cristalina y en ella vi mi ser reflejado como en un espejo. Tracé una ruta con mis dedos. Besé tu cuello, tu hombro, tu cintura, tu muslo y tu pie; quería dejar mi huella en cada parte de tí para que nunca me olvidaras. Quería guardar esa visión maravillosa en mí como si fuera una fotografía o un buen cuadro de Dalí.
Dibujabas con colores abstractos formas nunca antes imaginadas sobre mi cuerpo. Entonces el gesto en tu rostro. Buscaste mis ojos y finalmente dijiste lo que había estado esperando todo ese tiempo. “Te amo”. Tu voz y el eco de la noche estaban como testigos. Ya no podía pedir más, ahora mis tragedias ya formaban parte del pasado. El olvido entonces debía hacer su parte.
Lentamente íbamos recobrando el aliento, el tiempo se hacía más tangible y la atmósfera se aligeraba. Te acorrucaste en mi pecho, serena, parecías una gota de rocío sobre el pasto.
Rodeé tu cuerpo con mis brazos fuertemente, no quería dejar de sentirte, no quería que te me resbalaras entre los dedos y que te evaporaras como alcohol. A los pocos minutos te quedaste dormida sobre mi pecho. Silencio. Te cobijé y te acomodé el cabello que estaba enredado sobre tu rostro.
La Luna, que había visto todo, nos miraba a través de la ventana y sonreía intrigosa. Solo ella sabía y nadie más, lo que pasaba aquí abajo entre los mortales.
Sin dejar de contemplarte, me quedé dormido al fin. Cada parte de mi cuerpo se relajó por completo y fue invadido por nubes. Sentía que flotaba en lo suave del placer tan cerca de lo infinito tan lejos de lo imposible.
El sueño me había atrapado, era su pasajero. Me conducía a tierras desconocidas donde todo estaba bien, donde la melancolía era como algodón de azúcar que brotaba de todas partes. Viajaba y observaba los paisajes interminables que hacían elevar mi cuerpo. El éxtasis alcanzado. No existía límite para la imaginación y mientras recorría aquél túnel de emociones encontradas creía que mi tormento había acabado, se había ido para siempre.
No sé cuanto tiempo pasó hasta que mi sublime descanso fue interrumpido. Tu respirar se hacía más lento y se alejaba de mí, me costaba distinguirlo. Fue cuando supe que algo andaba mal. Te busqué con mis manos pero no te sentí. Ya no sentía el calor de tu cuerpo en mi pecho. Traté de percibir tu perfume pero se lo había llevado el viento. Enseguida abrí mis ojos bruscamente. Ya no estabas.
Te habías esfumado en el alba. Todo lo que encontré fue polvo que dejaste de esa noche. No me quedaba mas remedio que gritar, llamarte para ver si volvías. Ni tu nombre me dejaste.
Me sentía tan impotente y con ganas de llorar.
De pronto una triste melodía llenaba el desolado lugar. Iba recorriendo cada rincón de aquél cuarto triste. Un blues que me sonaba muy familiar. El llanto me trajo devuelta a la realidad.
Fue una caída tan fuerte que perdí el conocimiento por unos instantes.
Cuando me incorporé me encontraba sentado en el mismo lugar, sosteniendo una copa vacía de whiskey. Mi boca estaba seca y mis manos frías. Viendo amanecer, oyendo el mismo blues, antigua soledad de bares.
-a José Cruz-
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