Las olas golpeaban las orillas de la playa que bordeaban las infinitas aguas con gigantescas rocas. Yo estaba allí, parado en una de las grandes rocas, pensando. Nada más que pensar, porque mis ojos no veían, ni mis pulmones respiraban. Mi lengua ya no gustaba los sabores de la fría brisa marina de aquella hora. Mis manos se cobijaban en los bolsillos ante la descendente temperatura. Sólo estaban mis oídos presentes ante el ocaso de un día más que se me iba entre los dedos. Captaban el movimiento de las olas que castigaban la costa con látigos guiados por la furia del viento. Mis ojos yacían encarcelados tas la oscuridad de mis párpados, imposibilitados de apreciar la maravilla de una puesta de sol, todo en penitencia a mi mente, o protección quizás, evitando por un lado que pague por su pecado de amar.
Poco a poco la costa se sometía a la noche y la gente se escondía de la oscuridad, mientras otros le veían como la llegada de su día.
Abrí mis ojos, la noche ya estaba aquí. ¿Cuánto tiempo estuve paralizado por el dolor y la incertidumbre?, ¿quizás unas dos horas? Más o menos, sí.
No sabía… no sabía si moverme ya, o esperar a que el sol saliera nuevamente. Me sentí como una estatua… una estatua de sal, una estatua de mármol… una estatua de piedra.
El viento movía mis cabellos y enfriaba mi rostro, dándole un aspecto pálido, lagrimando mis ojos por el ardor del frío crudo y áspero que me sobrevino.
A los minutos, cuando no supe en qué mas pensar, simplemente me fui, pero no solo, sino acompañado de una inmensa gripe que me encamó durante una semana.