--Hace mucho tiempo que estamos aquí, madre, y yo, francamente, ya me siento polvoso-- Estaban los dos sentados, en el corredor de madera de la vieja casa de fajillas y gruesas columnas, con su techo de palapa amarrada y ceñida entre horcones polvosos y adornadas con tejas en el vertedero pluvial. Escalones desvencijados y macilentos con aserrín en los rincones. Afuera, a lo lejos, un río y más allá las montañas grises y unas gaviotas. Todo anaranjado y café, siempre la tarde más triste, después de otra tarde. La mecedora donde estaba sentado estaba detenida y el tenía sostenido sus codos en sus piernas y la cabeza mirando el suelo y el corazón demacrado. La otra mecedora llevaba el vaivén lento y musical de los barcos en la mar y su madre tejía. La otra mecedora estaba tan cerca que podía sentir el enhebrar de la aguja con las cuentas que figuraban en la tela.
--tienes que acompañar a tu padre a la pesca— él se sobó la cabeza y espolvoreó su pelo entre sus manos, regresó la cabeza al respaldo y recostó el alma en un suspiro. La resignación a las conversaciones de su madre le había llegado desde hace mucho tiempo atrás, pero de vez en cuando le gustaba sentirse partícipe del mundo. Miró el atardecer, los pequeños macetones que lucían olvidados en las esquinas de los pequeños jardines.
--debes de ir con él al río, verás que bonito es cuando llegues allá; te va a gustar y vas a querer ir todas las veces—Conocía el río como su cuerpo. Identificaba todas las manchas de cada una de las piedras y era capaz de trazar con el dedo las líneas que simulaban que al agua corría. Las podía seguir sin ver. El río había sido lo primero que lo convenció a largarse, lo tenía decidido desde aquél día en que descubrió que siempre estaban las mismas gaviotas, que no había rosas que fueran distintas y que los lirios no se cambiaban de lugar. En el siguiente lugar había temporada de patos y él quería saber lo que se siente disparar un rifle.
Su padre era un mosaico más del ajedrezado pastizal que no crecía cerca del río, impávido, despreocupado. Nunca le había dirigido la palabra, pero sabía por su madre que le molestaba mucho las ideas de fuga; siempre le decía que a él le gustaban los sacrificios y que el hogar era un enorme sacrificio.
Así se quedó, recostado, has que logró dormitar un poco y luego dejó de escuchar las palabras de su madre. Como si sus oídos fueran receptores descompuestos, escuchaba pedazos de ideas “al río… tu padre… bonitos pájaros… grandes peces… sacrificio”. Su cerebro movía los hilos necesarios para llevar más adelante su idea de escape y sus manos se sacudían cuando lograba conectar un movimiento con el siguiente. Entonces, después de un rato, abrió los ojos y todo estaba claro, como si la tarde estuviera menos difuminada y los gránulos del cielo se hubieran enjarrado. Escaparía en cuanto apagaran las luces y llevaría consigo la cuerda que estaba amarrada en los barandales. Se amarraría del árbol más grande y grueso y se olvidaría del olor del aceite y yema de huevo. Entonces estaría en el siguiente mundo hecho de temple al huevo.
--Trata de ir, hijo, trata de ir con tu padre a ver el río, verás que te vas a divertir, es muy sano que los niños vayan al río… ve—
Primero esperaría la noche, luego robaría la cuerda que adorna el barandal y después se columpiaría del árbol hasta salir del marco del lugar, no habría, porque detenerse en el siguiente sitio, sólo disfrutaría la caza da patos unas veces y después se iría a donde están los molinos. En un lugar hecho con prisas, todo lo que no se memoriza, se olvida; por eso se repetía mentalmente todo con los ojos cerrados y luego, cuando el plan seguía surtiendo de morfina su cuerpo, los abría para percatarse de que se lo estaba diciendo mentalmente y que el júbilo no le había ganado a sus sueños.
Esperaría más tarde, más tarde aun de lo que era y entonces sí, que se joda su madre y su suéter que nunca acaba y su padre su jodido sacrificio. Que se jodan todos los malditos gránulos y el inservible río.
--Hijo, tu padre está en el río, siempre pescando, haber cuándo lo acompañas, te gustará ir, es de veras divertido—
Su mirada se había posicionado en la cuerda, la tenía ya grabada, más ahora que nunca y su cerebro presentaba escenas de escapes que nunca habían pasado, pero que más tarde, cuando se apagaran las luces, se harían. La cuerda le era familiar, como un brazo o una pierna. Así transcurrieron ratos, largos ratos y entonces todo estaba preciso y comenzó a divagar acerca de la fortaleza de la soga. Si uno espera mucho para hacer algo, el miedo siempre llega. Ahora la cuerda, que antes era como la libertad, le parecía un indicio de que si algo salía mal, todos los habitantes sabrían que él intentó dejarlos solo y jodidos y lejanos en un sitio difuminado lleno de sacrificios.
--Hijo, en el río hay peces enormes, no estés tristeando por acá, ve allá y saca hartos peces colorados, diviértete—
No había peces colorados, pensó, apenas unos azules y nunca presenció que la gente que estuviera pescando se divirtiera, no era el agua, lo sabía, era la triste tarde, la misma tarde que ponía deprimidos a todos, porque todos y todas las cosas están por algo, sabía que la idea de su mundo era poner melancólicos a los observadores y deprimidos a los destinatarios.
Ser paciente, lo he sido, pensó, después robar la cuerda, si nadie la ha reclamado antes entonces debe ser mía, después colgarme y por último ser un vagabundo feliz. Porque no ser dueño de nada es la forma más pura de libertad, porque al no tener nada, nada te tiene. Por último me queda divertirme. Tenía que repetirse esa frase que había escuchado decir a su madre y que la asociaba con algo lejano, algo que no ocurría en ese pueblo, algo que no tenía que ver con los pocos peces azules ni con el cielo granulado… algo feliz.
Las luces se apagaron y comenzó a diluirse su piel dejando rastros de agua en el pecho, ahora estaba seguro que esa cuerda debía ser suya, aprovechó que su madre seguía tejiendo y su oído volvió a la interrumpida recepción de los que ahora eran balbuceos acerca del río y de su padre y de los sacrificios y sólo permaneció una palabra clara: divertido.
Tomó el largo cordel, lo desenredó del barandal y cuando lo tuvo totalmente libre, lo puso en su espalda y dirigió la vista hacia su madre. --debes de ir al río y entonces te divertirás, verás que es muy bueno pescar con tu padre. Padre e hijo ¡Qué lindos se verán! Ve al río--. La tenía más cerca y la voz le sonaba lejos e incomprensible, su corazón se hacía a la más pura aerografía y entonces caminó hacía afuera; su madre lo miró dirigirse al río y luego doblar hasta llegar al árbol, lo miró detenidamente cuando aventaba la cuerda y amarraba una piedra al extremo para poder hacerle un nudo; dejó de tejer y presenció el acto: Primero se recargó en el cordel para asegurar que estuviera fuerte y luego se meció un poco, cuando se sentía dueño de los impulsos se columpió fuertemente hacía afuera, pero el esfuerzo no fue suficiente y quedó hecho una mancha en la pared junto con la cuerda. A unos cuantos centímetros de su sueño.
La madre volvió a acomodarse en su postura habitual y continuó tejiendo --Ahora esperaremos a que venga el dueño y pinte un hijo, un hijo que me haga caso y vaya al río a pescar peces colorados--.
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