El otro día me enamoré. Sí, me enamoré. No sabía cómo se llamaba, y creí que nunca más la vería… de hecho, no creo ahora que vuelva a verla… o quizás sí, no lo sé. La posibilidad de encontrármela otra vez es mínima, aunque las hay... pero si definitivamente me enamoré. Quizás sea una hipérbole… lo sé, pero debo decirlo así. Me enamoré.
Me senté en el último asiento del micro para poder dormir mientras llegaba a mi casa en la Villa Tristán, pero me fue imposible por el calor insoportable que anunciaba que la primavera ya había caído con todas sus fuerzas sobre nuestros hombros. La chatarra estaba llena, recuerdo, y a mi lado se había sentado una pareja en extremo cariñosa… demasiado cariñosa para un lugar público, así que no me quedaba otra opción que intentar entretenerme con el paisaje externo. El vehículo avanzaba con lentitud exasperante, la ‘‘hora pic‘’ hacía de las suyas en la Nueva Verona, y al parecer un accidente automovilístico intensificaba el desagradable momento.
En un momento que no recuerdo con exactitud, un músico intenta subir al transporte público, pero se ve impedido por la gran cantidad de pasajeros. Desiste y lo veo cruzar entre el tráfico con su guitarra acústica machacada por la vida callejera a la cual se le predestinó.
La vida es dura para los músicos callejeros. Recuerdo que una vez lo intenté yo. Tomé una guitarra vieja ya, de los años hippies de mi padre, e incursioné en el arte callejero acompañado de un amigo, Raúl, el percusionista. Ninguno de los dos era realmente bueno, menos en cuanto a la voz… bueno, a decir verdad, a Raúl le iba mejor, pero en fin. La gente nos recompensaba de todas formas. Y aunque Raúl no era un James Morrison o un Alejandro Sanz, le daban bien las improvisaciones con su timbal traído del Perú. Yo ahí llegaba de vez en cuando con alguna cancioncita pobre, una letra muy mediocre, y unos acordes para nada novedosos, pero Raúl, la verdad, era el más talentoso de los dos. En medio de las canciones, en mayoría mías, el se ponía a improvisar unas rimas de acuerdo al contexto en que estábamos, mientras percutía un ritmo alegre, lo que volvía loco al público presente. Esas improvisaciones eran las que más dinero nos traían.
Luego, al año más o menos de que nos había dado por vagar como músicos ocasionales callejeros, Raúl partió a Norte América, ya ni me acuerdo por qué. Creo que se fue a vivir con un tío que le había ofrecido un trabajo que a futuro le serviría, abrir un negocio, o no sé qué. El punto es que nunca más lo vi, aunque por lo que oí por ahí en las redes sociales, andaba por Verona otra vez.
Claro que ya a esas alturas, cuando el se fue, no tocábamos en las calles porque en una ocasión unos neo nazis nos atacaron diciendo que éramos unos hippies sucios, inútiles, y drogadictos, que no contribuíamos a la sociedad… bla, bla, bla. Con Raúl tuvimos que correr de los calvos gigantes que nos perseguían, hasta que nos encontramos con la policía. Los uniformados oyeron claramente a los nazis en vez de a nosotros, ya que decían que estábamos vendiendo droga, y que usábamos la música como una señal para toda una red de hippies drogadictos que infectaban la ciudad… o algo así, casi extraído de una película. Yo no tuve problemas en que me revisaran… hasta pruebas de sangre podían hacerme y estaba seguro de que nada encontrarían. Nunca en mi vida había probado droga alguna… pero el problema no era yo, sino que Raúl, que sin tener yo una mayor idea, estaba cargado de varias bolsitas de marihuana. Para peor, la policía me tomó por cómplice… y Raúl no lo negó.
De lo sucedido después ya ni quiero hablar. Los problemas en mi casa a causa de la acusación; la pelea después con Raúl por su traición; el acoso de los neo nazis y las amenazas de la pandilla aria, como testigos en nuestra contra; las demandas posteriores… una época que preferiría olvidar, aunque, a pesar de que yo estaba enojado con Raúl, cuando el partió, dijo que algún día cuando volviera, me pasaría a ver. Nunca le di importancia, me daba igual.
Bueno, como decía, el músico desapareció entre los otros vehículos en la calle. Yo tenía mucho calor. No había un gran sol, pero es que el ambiente estaba sofocante, intensificado por el gentío acumulado en la micro.
Poco a poco ésta avanzaba por la avenida. Un paso lento. No llevaba libro alguno para hojear. Ningún aparato de música. Nada. Nada más que la imaginación que me quedaba intacta por la escasa televisión a la que recurría. Pero el calor me negaba un contacto directo con el mundo maravilloso, la jaqueca era un impedimento para que la mente volara. Si intentaba emprender vuelo, como Ícaro, sus plumas caían por la intensidad del calor.
Pasados unos minutos la micro avanzó un tanto. El chofer, estresado seguramente, quiso avanzar más rápido, adelantó un par de autos y otras micros, pero el muy idiota, afectado por el calor, no recordó que más adelante había un accidente, y con esto, seguramente, y claramente, estaría lleno de policías. Estos lo detuvieron. Para desgracia de nosotros, los pasajeros, el viejo se puso a discutir. Estábamos estancados allí. Seguiríamos estancados allí.
Delante de nosotros estaba el accidente. Una camioneta había impactado violentamente a un micro. Ahora llegaba la grúa que se llevaría a uno de los vehículos. La avenida Chile, a pesar de ser una avenida principal, es larga, uniendo dos pueblos grandes, pero angosta, muy angosta para la concurrencia vehicular que suele tener. La avenida es de un sentido, con dos carriles, pero por las maniobras que requerían las grúas, ambas se encontraban paralizadas, mientras un oficial de policía seguía discutiendo con el chofer. Me armé de paciencia sabiendo que no podía hacer mucho más. No podía bajarme y caminar, aún me encontraba muy lejos de mi casa. Intenté abrir la ventana del micro, pero estaba atascada. Ahora si ya me estaba hartando.
Apoyé mi cabeza en la ventana y de reojo miré al exterior, y casi pegado a nuestro micro, se hallaba otro. Casi pegada a mi ventana, había otra ventana. Casi pegada a mí, había una chica, apoyada también a mi ventana, digo, a su ventana. Casi… casi muero, en una reacción por, bueno, su belleza. Quizás suena tan superficial… y como de esos típicos encuentros de películas en que el sujeto encuentra al amor de su vida, y la reconoce solo porque es extremadamente hermosa… o cosas así… esas cosas, uno piensa, no pasan… es cine, ficción… pero creo que me pasó.
Me distancié un poco de la ventana, e intenté, con disimulo, mirar mejor a la chica. Tenía imagen de extranjera, aunque bien, Nueva Verona está formada en su mayoría por extranjeros, podía adivinar que no pertenecía a este territorio. Dormía plácidamente recostada en la ventana mugrienta, mientras era codiciada por todos los pasajeros de su micro. Instintivamente di vuelta la mirada por disimulo, y me hallé para peor con el espectáculo ‘‘para mayores’’ en el que se encontraba la pareja sentada a mi lado.
Decidí mirar por la ventana. La contemplé. La quise. La amé. Y por un momento me dio la impresión de que en su sueño ella podía oírme quererla. Podía oírme a través de las ventanas y los micros, entre esos leves centímetros que nos distanciaban, y que podía verme, y parecía como que nos conocíamos, como si toda nuestra vida había sido juntos. Creí saber cómo se llamaba, quién era, de dónde venía. Creí que nos amábamos, que vivíamos juntos. Que compartíamos un solo corazón. Que éramos uno. Creí que podía ella hablarme. Creí oírla llamarme por mi nombre, acariciarme, creí que se aferraba a mí, y que la cubría con mis brazos, y la besaba. Creí… creí que moríamos luego ancianos… juntos, y que nos veíamos para siempre en la eternidad… hasta que despertó de su sueño y bostezó.
Cuando despertó, me pareció que yo había sido el dormido, y volví a mi realidad. Ella miró a través de la ventana y me descubrió con la cara de imbécil, empavonado en su semblante de ángel. Me sonrió, sin vergüenza alguna, con naturalidad que me congeló, y a la vez sobresaltó, pero le devolví la sonrisa. Luego sacudió su mano frente a su rostro en señal de calor, y yo respondí el gesto, exagerándolo aún más. Ahora al comportarnos parecía que nos conocíamos. Ella pudo oír mis pensamientos, y yo pude oír los suyos. Era algo mágico. Algo del más allá.
Cuando la comunicación kinésica se acentuaba, el imbécil del chofer no terminaba de discutir con el oficial, y ya terminada la maniobra de la estúpida grúa, su micro emprendió marcha. La vi partir, despidiéndose con el rostro triste por perderme a mí. Fue triste, sabía que no la vería otra vez. Había una conexión entre nosotros, lo pude sentir… y me desesperaba la idea de que partiera, y yo impotente, verla alejarse de mí. Yo estuve varado allí unos cinco minutos más, hasta que el micro partió al fin, y yo revisaba minuciosamente el interior de cualquier micro que adelantáramos, pero no había rastro de ella.
Llegado a mi paradero, me abrí paso entre la muchedumbre y los amantes para poder bajarme del horno con ruedas. Caminé en dirección a mi hogar con su rostro y voz en mi mente, y la angustia de que a pesar del maravilloso encuentro mágico, lo más realista era asumir que nunca más la vería.
Entrando a mi casa me recibió mi madre con la noticia de que tenía visitas. Cuando entro al living hallo a Raúl, el percusionista, mi viejo amigo erradicado Norteamérica, sentado, y a su novia, extranjera obviamente. Allí fue cuando la volví a ver y asumí que debería dejar de ser realista. |