LA NIÑA DEL MARQUESADO
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por Alejandra Correas Vázquez
(Estampa Colonial - siglo XVIII
Provincia de Córdoba del Tucumán)
1— MARUCA VUELVE A CASA
Maruca arreglaba su cabellera frente a la luz del ventanal, una vez que la sierra hubo calmado la tempestad desatada al mediodía. Luego fue eligiendo entre sus vestidos aquél que tuviese, para lucir en su cuerpo, la mayor cantidad posible de colores. Zunilda la miraba inquieta, con algo de disgusto y reproche.
—“Mi niña no ha traído buenas ideas del Convento— comentó la niñera de rostro muy negro y paciencia muy limitada.”
—“Al menos ahora quiero alegrarme con muchos colores. Las Catalinas eligieron a Carmela. No fue mi elección, sino la de ellas.”
—“También era la mía”— dijo triste y en voz baja la mulata Zunilda.
Maruca continuó buscando adornos. Removía cajones, fue abriendo armarios, vaciando arcones, mientras al lado suyo la mulata iba cerrando y guardándolo todo casi con torpeza, con ira. Jamás la amistad entre ambas había sido buena, pero ahora comenzaba a tornarse insostenible. La favorita de la niñera Zunilda —Carmela— quedó para siempre en el Convento y la indolente Maruca estaba de regreso en la familia, más convulsionante que nunca.
Apoyábase con coquetería sobre el enrejado ventanal, cargando su rubia cabellera de adornos. La piel conventual definía el contorno de su frente muy alta y sobre esa palidez de porcelana, dibujábanse las cejas muy arqueadas destacando el pardo amarillento de sus ojos. Zunilda le quitó algunas cintas. Le puso una mantilla color crema de seda filipina, traída desde Arica... Era inútil que Maruca se resistiese, Zunilda, la niñera, mandaba:
—“¡No saludarás al Marqués vestida como un colibrí!”
2 — EL MARQUÉS
Cuando fue posible equilibrar la armonía de colores contrastantes que la niña eligiera, Zunilda la condujo, casi empujándola, hacia la sala. Maruca vio en aquel momento a Bartolo junto a la puerta, luciendo una librea un poco holgada —que no le pertenecía con toda evidencia— y el mulatillo sonrióle con picardía. Se miraron uno al otro los dos pillastres de antaño, compinches de tántas travesuras, como si un nuevo juego los convocara.
Pero la niñera puso ojos duros en Bartolo, y tomó el brazo de Maruca con toda la fuerza de sus negros dedos, hiriéndole casi la carne. La niña, conociéndola, calló su grito. Y Al entrar en la sala vio que su padre se hallaba de pie en ella, muy atildado, en compañía de un exótico visitante vestido con un traje celeste cielo.
—“Esta es mi hija Maruca, que ha salido del Convento de las Catalinas ...Don Rafael... Hija mía, saluda con cortesía al Marqués de Sobremonte.”
—“Mademoiselle...” — inclinóse el Marqués
3 — EL VISITANTE
Afuera, hacia el horizonte, un vendaval azotaba las Altas Cumbres mientras en el patio los mulatos trataban de limpiar y encerar la carroza del visitante, cubierta de barro y arena. Los ejes estaban destrozados y los crines de los blancos caballos llenos de abrojos. El suelo de piedra enfangado cobró brillo de espejo. Mientras que el cochero de Don Rafael mateaba con el viejo gaucho Eulogio —antiguo capataz de la Merced ahora casi centenario— relatándole sus angustias junto a aquel Marqués inagotable que lo llevaba de Merced en Merced, de pampa a pampa, de sierra a sierra, bajo los vendavales o las resolanas de las cumbres o de las punas.
Trotador incansable su blanco carruaje versallesco cruzaba páramos de espanto. Atravesaba caminos inexistentes. Trasponía el macizo de las Altas Cumbres para instalarse en su sencilla casa de Merlo y aspirar de este modo, la fragancia silvestre de los churquis naturales del entorno. Llegaba más allá tras inmensas distancias hasta la provincia de Cuyo —separada ahora de Chile e incorporada a Córdoba del Tucumán bajo su mando— contemplando sus inmensos viñedos proyectando un futuro nuevo y próspero. Cataba allí el vino artesanal de Mendoza y San Juan con gran disfrute, fundando San Rafael y Marquesado a modo de un comienzo productor.
Descendía nuevamente en la soledad marginal de la Pampa de Achala y en esa meseta ventosa de las Altas Cumbres, encontraba su asiento encima de un risco pelado... Y allí, con gesto inconmovible, exhibiendo su pose erguida arriba de aquellas rugosas rocas, apoyaba sus manos cargadas de anillos sobre un bastón tallado, y respirando el aire gélido del ventisquero, daría comienzo a su tarea de Gobernador.
Entonces dirigiéndose hacia los rústicos y solitarios lugareños averiguaba todo. Indagaba los sucesos del medio en esa fuente rica de informes. Preguntaba. Oía a unos y otros. Escuchaba mucho y hablaba con todo el mundo. Los habitantes olvidados que aún no conocieran en el siglo XVIII la presencia española debido a su aislamiento o su atraso cultural, en ese escenario perdido y fuera de la historia. O que nunca hubiesen palpado su significado ...Hablaban ahora cara a cara con el Marqués de Sobremonte sedente en su trono de roca virgen.
4 – EL AMIGO DEL MARQUÉS
Decíase de un anciano gaucho y centenario, de rostro en pergamino, a quien Don Rafael dedicaba su preferencia. Ambos, sentados muy juntos sobre un mismo peñasco, en una especie de “Diarquía” antigua, celebraban mentadas pláticas en medio de los picachos agrestes de aquel escenario autóctono. El Gobernador dirigíase respetuosamente hacia aquel anciano algo mitológico, que archivaba con minucia los sucesos sin olvidar ninguno, cuya memoria abarcó siglos de historia. La figura centenaria lo llamaba “Mi amigo”, luego decíale:
—“¿Querie un mate Don Marqués?”— y aguardábalo siempre seguro de su pronto regreso, diciendo: —“Hoy vendrá”—sin que nadie se lo hubiese anunciado.
La presencia del Marqués nunca era anunciada. Decidía de improviso las rutas. Las cambiaba. Partía sin previo aviso... El cochero de Sobremonte mateaba aquel día en casa de Maruca, desconociendo por completo la ruta a seguir con la comitiva, luego de este reposo.
5 — EL GOBERNADOR
En la sala el Marqués abría su cajita de rapé. Caminaba con los taquitos de aguja y las hebillas algo golpeadas y embarradas por el viaje. Veíanse abrojos en las puntillas de sus puños. Asomaban espinas de “amor-seco” por los faldones bordados de su elegante casaca celeste. Su blanca peluca lucía torcida y alborotada. Toda su indumentaria iba reflejando el desorden del viaje sin descanso, por su gusto en bajarse del coche para caminar en plena naturaleza entre medio de los churquis.
Pero él continuaba con aquel traje incomodísimo, con sus pasos retumbantes sobre el ladrillo del piso de la sala desgastado de tiempo, hablando en forma continua con su diálogo inacabable. Como si la Pampa de Achala, la Pampa de Pocho, la Sierra Grande o las barrancas del río Suquía, tuviesen el brillo y la tersura de los mármoles de Versalles.
Para aquel Marqués borbónico, París siempre valdría una misa...
La Provincia del Tucumán ya no existía, porque ese gran Tucumán de antaño ya estaba desmembrado. Tampoco existía más el inmenso Virreinato del Perú cuyo territorio extensísimo abarcara en los siglos pasados, hasta la expulsión jesuítica, casi un medio continente... y ahora hallábase dividido en tres virreinatos menores, en dimensión y fuerza política, como los años iban a demostrarlo.
Lima, la capital amada, había dejado de alumbrarlos con su faro de elegancia soberana. Los Jesuitas que en los siglos anteriores habían transformado este “Incógnito Regno” del Tucumanao (o sea frontera tucumana) en un emporio productivo, creando la primera universidad (Universitas Cordubensis Tucumanae) del cono sur sudamericano... estaban expulsados. Este territorio que el Marqués de Sobremonte recibió en sus manos, hallábase en plena decadencia.
¡Pero los cordobeses y los cuyanos sí existían para Don Rafael!... quien había sido nombrado gobernador de la nueva provincia llamada ahora “Córdoba del Tucumán”, que reunía al aislado Tucumanao con las provincia chilena de Cuyo, ahora ambas bajo su mando. Lo cual en el organigrama español habíase convertido en un Marquesado, es decir, una zona de frontera donde él, Sobremonte era su Marqués.
Y estos encomenderos del viejo Tucumán desaparecido, antiguos herederos de Mercedes otorgadas por la Casa de Austria que fueran fieles a los Jesuitas expulsados, veíanlo llegar casi con terror por ser un delegado borbónico...
Para despedirlo luego de cada visita, como a un buen amigo.
5 — FLOR DE LIS
El padre de Maruca dio una orden secreta a Bartolo y el mulatillo dirigiéndose al comedor, como de puntillas, comenzó a bajar de la pared un gran repujado de plata potosina artísticamente grabado con el águila bicéfala de los Austrias, aunque representado por las características de un cóndor. Algunos medallones también altoperuanos que durante dos siglos venían adornado el comedor principal —y en cuyo centro era fácil adivinar la efigie de Felipe II, a quien los hombres del viejo Tucumán tanto veneraban en agradecimiento por los beneficios que este rey otorgara a su familias— serían asimismo quitados de las paredes.
La mesa estuvo finalmente dispuesta y una fuente con una “Flor de Lis”, que no procedía de España sino de colonias francesas, fue colocada en el medio del mantel de ñandutí... ¡Para homenaje y asombro del Marqués de Sobremonte!
Don Rafael había comenzado por acostumbrarse a esa entrelazada confusión de ideas, con que los hombres del antiguo Tucumán trataban de homenajearlo. Pues eran Indianos ricos y feudales, o sea españoles nacidos en las Indias, hidalgos campesinos solitarios en el corazón de Sudamérica y alejados en este Tucumanao por dos o tres siglos del viejo continente. Y trataban de este modo de allegarse al nuevo mando, a la nueva dinastía española de la Casa Borbón que lo transmutara todo desde el lejano océano. Sus recelos. Sus confusiones. Su desinformación... destacada en esa Flor de Lis colocada allí para su homenaje.
¡Como si él fuese un Gobernador de la Francia de Luis XIV!
En las Altas Cumbres de la serranía cordobesa que antaño formaban parte del Virreinato del Perú, en un lugar tan distante de la historia de su tiempo, todo podía tener su razón, su lógica o su ilógica. Y sería él —Don Rafael— quien iba a amoldarse a ellos, para que ellos se amoldasen a él.
6 — LA VIDA MUNDANA
Maruca estaba sobrecogida con su estampa. Cada movimiento, cada paso del Marqués pertenecía a la vida mundana que ella anhelaba. El gran mundo social, siempre tan distante, estaba ahora dentro de su casa.
Hasta entonces ningún delegado, ningún Corregidor, ningún cabildante, había hecho acto de presencia en las aisladas Mercedes serranas. Desconocidas. Fronteras vivas del imperio español de ultramar. Ambientadas en tierras vírgenes donde la civilización llegara por primera vez a través suyo. Amantes de sus orígenes, como todo hidalgo campesino, los encomenderos colgaban en un lugar de honor los recuerdos de su primeros reyes —los Habsburgos o Austrias— que habíanlos dotado de aquellas heredades.
De improviso. Como una alucinación. Como un prodigio ...¡Un Marqués del Rey!... en carne viva se presentaba entre ellos y compartía su mesa.
7 – LOCRO Y SANCOCHO
La reciente vida conventual habíase transmutado para Maruca, aquella noche durante la cena, en una vida mundana. El gran mundo social vino hacia ella. Un Marqués saboreaba en su casa frente suyo el locro y el sancocho servido en la mesa, en tazones con cucharas de plata y oro, procedentes del Alto Perú.
Todo este menaje labrado en Potosí por las hábiles manos indias, de uso diario en las Mercedes, era una riqueza a la cual ellos estaban habituados como algo natural. Pero sorprendía al visitante, e iba proponiendo ideas nuevas a Don Rafael. Los sembrados, la ganadería, el menaje de plata y oro, el lino bordado al ñandutí, las sedas chinas, eran en conjunto una riqueza que —como diamante en bruto— podía reciclarse en un valor aún superior, para dar forma al porvenir de esta provincia colonial.
El Marqués de Sobremonte era un recién llegado, pero sentíase ya responsable del conjunto humano. Principiaba a ver estos atemorizados habitantes Indianos —los cuales creyeran flotar en una tierra de nadie desde que perdieran a la Compañía de Jesús— como a miembros de un gran Marquesado. Su Marquesado. Eran ya sus hijos.
Lo necesitaban. Comenzaría a volverse indispensable para todos ellos. Se harían lentamente a su usanza, y sabrían diferenciarlo.
Cada mesa iba a tener en adelante una silla para el Gobernador. Esa silla que iba a volverse tradicional en aquellas familias, encargada a los ebanistas de Lima, con brazos finos y arqueados, los pies en terminación de forma leonada, forrada en sedas de claros colores y amplia de asiento que pudiera contener el pomposo traje versallesco de Sobremonte. “La Silla del Marqués”, subsistente por décadas en la mitología de cada familia, muy diferente al resto del mobiliario, obscuro y tallado en gruesas maderas de la selva paraguaya, creado en las carpinterías jesuíticas con un estilo portugués.
Un lugar propio para Don Rafael en cada uno de aquellos hogares, aunque estuviese vacío el resto del año y sin haberlo él solicitado. Era el modo de sentirlo cerca suyo, como un amigo coloquial. Era el liberalismo borbónico que echaba raíces nuevas en esta provincia antaño dolorida, a la cual Sobremonte proponía curar todas sus llagas, en este Marquesado sudamericano abriendo sus puertas a ideas modernas.
8 – INQUIETUDES DE MARUCA
La niña vio como su padre íbale detallando y enumerando al visitante, las tareas diarias, semestrales y anuales de la Merced. La actividad de los tambos, las chacras y los chacos. Habían ambos recorrido parte de ella antes de la cena, pero como todas las Mercedes eran inmensas, Don Rafael proponíase hacer varias visitas sucesivas. Mientras que el cochero del Marqués mateaba con el viejo Eulogio, y su comitiva de jinetes resguardábase del viento, Don Rafael daba comienzo a su tarea de gobernador.
Maruca no escuchó palabra alguna de toda la reunión donde estuvo presente. El ropaje de seda celeste cubierto por el polvo de los caminos, que destacaba esa noche al Marqués, era para su ensueño suficiente. La peluca blanca y empolvada salpicada ahora de pétalos silvestres, con espinas de amor-seco, la conmovía. Los taquitos estilo Luis XV del visitante, golpeados y embarrados, parecíanle encantadores.
Terminada la cena cuando los comensales saboreaban por último un licor de peperina, ella retornó a su dormitorio. Inició entonces una tarea de reconstrucción de su imagen, acomodando nuevamente sus cabellos y sujetándolos con una cinta celeste a la nuca. Buscó un traje más pálido, quitándose todos los adornos brillantes. Eligió uno de color nácar con un cuello adornado de puntillas. Quitóse los zapatos de obscuro cuero repujado, y halló unos muy blancos que había llevado al convento, calzando con ellos sus pies. Luego salió hacia la galería donde pudo ver a Don Rafael contemplando el poniente ostentoso de las Altas Cumbres.
Su padre y el visitante retornaron a la sala donde los ventanales hallábanse bien cerrados, `protegiéndolos del frío serrano. Maruca vigilaba los movimientos de su padre y del huésped inagotable. Ella aparecía por un rincón, volviendo a reaparecer por otro. Traía flores. Acomodaba cortinas de ñandutí. Se entrecruzaba todo el tiempo. Y en los pasillos obscuros del interior, caminaba con pasos enérgicos elevando la cabeza e imitando el porte de Don Rafael.
Zunilda observaba sus movimientos con desaprobación. La obscura niñera sentía añoranza de Carmela, quien elegida por las Catalinas —donde ambas niñas fuesen puestas a prueba— dejara una nostalgia inconsolable en la mulata. Sus lágrimas caían arriba de los recuerdos que la niñera reuniera adentro de un pequeño armario. Sus ropas delgadas que ya no usaría más. Sus juguetes. Elementos de un tiempo sin retorno.
El presente era Maruca. Sin pasado. Todo en ella duraba un instante. Destruía sus muñecas. Los vestidos recién estrenados. Maruca nunca tuvo recuerdos. No evidenciaba ternura hacia quienes las rodeaban, especialmente si le doblaban en edad. Sólo había reído con Bartolo en escondites temerarios, de grandes algarrobos y techumbres peligrosas.
Sin embargo la propuesta de irse a las Catalinas había sido suya, pues Maruca deseaba en todo momento salir de la Merced, olvidar los gauchos, los terneros, los sembrados, los cóndores, los arrieros, el entorno que la rodeaba. Y como consecuencia de ello, Zunilda había perdido a Carmela.
El padre de la niña observaba su inquietud y le sorprendía. La emoción de ese día era diferente en él que en ella. El encomendero veía, pensaba, deducía, intentaba buscar una forma de ser útil y estaba dispuesto a complementar los proyectos de Sobremonte. Hacer progresar la provincia de Córdoba del Tucumán recién creada teniendo como centro al Tucumanao, que ahora separado del antiguo Tucumán había sido enriquecido en espacio hacia el oeste con la región de Cuyo, antaño perteneciente a Chile. Asimilar ese territorio cuyano hasta entonces distinto, con sus dos hermosas ciudades de Mendoza y San Juan, cuyo camino de acceso pasaba próximo a su Merced.
Maruca en cambio hallábase alerta, inquieta, sugestionada con el Marqués y deseaba su mundo. Ingresar, trasladarse a él.
9 – NOCHE EN LA MERCED
La noche irradió el resplandor de la sierra donde el cielo de altura parece más claro. Don Rafael que provenía en este viaje de la olla del Calicanto —el centro de la ciudad de Córdoba, una hondonada— admiró ese contraste esplendoroso. Los relámpagos iluminaban a lo lejos los inmensos bloques escultóricos. Su mirada penetrante, particularmente escrutadora, concentrábase en esa escenografía pura que él esperaba incorporar y desarrollar, con su administración minuciosa. Pese a las dificultades que planteaban las tribus comechingonas y rapiñera de Traslasierra, habitantes de cuevas en estado neolítico.
La hora del sueño llegó para todos con la pesadez del ambiente solitario y selvático. El aroma a yerbabuena inundaba los recintos habitados en su fragancia. Se iban apagando lentamente las luces de las velas, mudas, dentro se sus lámparas. El crespín cantaba indiferente y solitario al frío nocturno. El cóndor extendió sus inmensos brazos emplumados intentando abarcar el horizonte. La Pachamama reposaba.
Zunilda acostó a la niña con algo de severidad y premura. Luego, durmiendo sólo una hora, Maruca despertó de improviso. Desvelada y sin control se puso de pie acercándose al ventanal. Divisó los soldados vigilantes que acompañaban al visitante, en su guardia nocturna. La luna iluminaba la figura del Marqués recortada en la noche negra. Dos jinetes, guardianes inseparables del gobernador reían entre sí, mientras él continuaba caminado afuera de la casa con su paso característico e imperturbable, sin preocuparse del frío.
Maruca buscó sus ropas, la mantilla filipina color crema y el vestido tono nácar, calzando sus zapatos blancos. Su perfil apareció sobre la galería, destacándose por la claridad del vestuario en la semipenumbra. Luego salió al exterior para caminar en extrañas direcciones, haciéndose ver repetidas veces por los visitantes. Don Rafael detuvo su marcha apoyándose en su bastón labrado. Y los dos jinetes junto con él, observaron sorprendidos su figura aérea y femenina mostrándose en medio de la noche delante de ellos.
De pronto... abrióse una puerta de la galería apareciendo en ella Bartolo con una lámpara recién encendida. Atrás suyo Zunilda impuso su presencia con sus órdenes habituales, tomando a la niña del brazo en un sacudón enérgico, y llevándosela al interior de la casa.
La noche serrana continuaba espesa y helada. Los jinetes de Sobremonte seguían aguardando el relevo.
10 – AMANECER EN LA MERCED
El amanecer despuntó luminoso y sin tormenta. La niñera entró en el dormitorio de Maruca trayéndole un mate de plata espumoso, con un fuerte aroma a poleo. El ventanal comenzaba a bañarse de sol. Con la rapidez de un rayo la niña saltó de su cama, sorprendiendo a la mulata habituada a su remolonería. Fue hasta el borde enrejado, con los ojos desmesuradamente abiertos, y se aferró a él con vigor. Logró de esta forma asomarse hacia el patio exterior, para convencerse de que los sucesos de la víspera eran un hecho real... y no un sueño.
Sí. La carroza rococó aún estaba allí. Relucía encerada muy limpia y blanca, con ejes nuevos. Dos jinetes elegantes de relevo, exhibíanse descansados y airosos.
Zunilda le colocó un vestido y esta vez eligió uno de tono celeste pálido, como el traje de Don Rafael. La mantilla blanca, chinesca, tenía el color del carruaje del visitante. Su cabellera rubia componía junto a esos tonos, los colores de la dinastía borbónica. Tuvo prisa para llegar a la galería, y desencanto en ella... ¡No veía al Marqués!
Recorrió la casona. Apareció por los pasillos. Por la cocina. Por los cuartos vacíos. Llegó hasta la despensa. Se acercó a la higuera y al gallinero. Fue más allá, donde divisó la barba del anciano mestizo Eulogio. Su mate curtido de tiempo. Su poncho descolorido. Su asiento de siempre, áspero, formado de un grueso brazo de algarrobo caído de viejo hacía años. Su facón gastado en largos duelos criollos con Zupay, de los que antaño saliera vencedor. El viejo gaucho hablaba incansablemente ...y el Marqués escuchaba.
La puntilla de sus puños y cuello estaba limpia, sin ningún abrojo. Había sacudido su peluca. Sus zapatos de moñito y fino taco alto, parecían brillar especialmente. Su bastón labrado sostenía dos manos enguantadas con anillos luminosos. Una pierna delante de la otra y su hermoso vestuario celeste descansando sobre el tronco rústico de Eulogio.
Maruca detúvose a la distancia. Sintió miedo de las iras celebrérrimas del antiguo capataz, y no hizo ningún movimiento para llamar su atención, interrumpiendo el diálogo. Todo seguía pausadamente. Conocía muy bien al viejo Eulogio, casi patriarca de aquella Merced que llegara allí hacía una centena de años, cuando aún estaban los Jesuitas. Sabía de sobra ella la preferencia del anciano mestizo por la dulce y dócil Carmela, tanto como su impaciencia con la díscola Maruca.
Ella manteníase a distancia de aquellos dos contertulios, a fin de no mortificarlos. No lo hubiera logrado. Sobremonte había hallado en aquel asiento de tronco rústico, al mejor vocero de las Altas Cumbres. Movía sus labios en ciertos momentos. Preguntaba. Escuchaba. Volvía a indagar. Y el centenario Elogio continuaba explicándole con largos desarrollos la vida transcurrida en aquella aislada Merced, desde tiempos del Ñaupa, cuando aún no habían nacido sus actuales habitantes. En su registro prodigioso desfilaban décadas incontables, tantos cono sus años. Tan célebres como sus barbas. Tan ásperas como su tronco, donde el traje versallesco del visitante, pareciera haberse incrustado sin noción de tiempo.
11– MEDIODÍA EN LA MERCED
El mediodía concluyó. La carroza hallábase dispuesta y aseada. Relucía como espejo. Nubes lejanas asustaron al cochero, pero no conmovieron al Marqués. El viaje estaba decidido y los jinetes prontos.
Y se alejaron por camino indescifrable de las Altas Cumbres.
Fueron perdiéndose a la distancia con su cuota de alcurnia y aventura. Se introducían en la espesura del churquizal, como si siempre hubieran pertenecido a él. Surcaban las champas entre tunales espinosos. Vadeaban arroyos mansos o crecidos, algunas veces empujando entre todos el carruaje. Nada detendría a Don Rafael María Núñez, Marqués de Sobremonte, en su empeño de llevar adelante una obra progresista.
Ni el frío gélido de las pampas, ni la escarcha de las cumbres, ni el sol espantable de las punas, ni la fronda inexplorada, ni el puma, ni la yarará. Todo aquello que atemorizaba a Maruca se abría en la senda del gobernador.
Ella continuaba con sus pálidas ropas, muy celestes, elegidas para aquel día. Sentíase habitante de un gran Marquesado y orgullosa de pertenecer a él. Había anhelado con vehemencia arrimarse a ese mundo de Don Rafael, con su emblema nobiliario y su estilo borbónico. Pero fue caminado ahora en sentido contrario. Se introdujo por senderos de abrojos. Sintió indiferencia ante las espinas del dorado aromo que rayaban su brazo. Colocó su blanquísimo calzado arriba de los yuyos ariscos del entorno. Recibió en su falda de seda celeste, el picotazo de una madre desesperada por defender sus polluelos. Enredóse su cabellos bajo el ramaje retorcido de un tala.
Comenzó a divisar entre el bosque de algarrobo que rodeaba la casona, la barba del gaucho serrano y centenario. Su tronco arrugado como él. Su mate de porongo. Sus manos cuarteadas... Su voz.
—“Buen amigo el Marqués ... muy gaucho”— comentó el viejo Eulogio.
Maruca sentóse a su lado en el tronco, algo que antes jamás hiciera. Tomó el mate amargo aromado a peperina, que éste le ofrecía, y se dispuso a escuchar los relatos del antiguo capataz, que hasta entonces nunca había atendido.
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