Despierto a la hora en que el viento golpea las ramas de la guácima. El cementerio es alumbrado aún por las veladoras que depositaron en la tarde. Algunas personas transitan por aquí para cortar camino. Las sigo. Luego regreso. Este atajo lo recorrí una noche sin luna. José caminaba delante, yo atrás. Sólo se oían nuestro andar y, a lo lejos, el aleteo de los pájaros. De los sepulcros brincó una silueta cuchillo en mano sobre la espalda de mi amigo. Con un salto abalancé sobre el sujeto y clavé mis colmillos en su hombro. Logré derribarlo; mas un dolor resbaló profundo en mi pecho. Todavía alcancé a escucharlos corriendo por los entreveros de las tumbas.

La luna ha cambiado varias veces y mi amigo no ha regresado. Si percibo pasos pienso que es él, me acerco a la gente, la sigo con el deseo de preguntarle por mi compañero; ellos me ignoran, y los perros corren y aúllan avisando que no caminen por la vereda donde estoy .Yo me echo bajo la guácima y cuando el viento zangolotea las ramas de los árboles y el perfume de la cera derretida se esparce, el olor hace que despierte.