Nunca pensó que todo terminaría así, no estuvo solo, hubo cómplices, testigos, pero solo él fue señalado como culpable; faltaron solo unos pocos centímetros, un poco de viento y la historia lo recordaría diferente, pero nada ni nadie hubiera podido desviar o detener aquel fatídico disparo. Aquella tarde, el único verdugo fue el destino.

¿Y si ese mismo destino hubiera sido diferente? Sería amado y alabado, sería un héroe, el más grande de su pueblo, el más querido por todos, en vez del odiado enemigo en que se convirtió; traidor de la patria, ladrón, ¡asesino! Había silenciado a más de doscientas mil personas y les había arrebatado a cada una de ellas aquello que les era más preciado.

Nunca lo perdonaron, no hubo noche en que la misma pesadilla no lo despertara, no hubo día en que se le permitiera descanso ni olvido, seguía viviendo una y otra vez ese mismo instante; aquel silencio de muerte, aquellas miradas como plomo sobre su cabeza, el miedo de volver la vista atrás y darse cuenta, desesperado, de que había sucedido lo imposible.

Solo, pobre y aborrecido, murió el hombre que hizo llorar a todo Brasil, recordando el amargo gol por el que 50 años antes lo condenaran sin juicio ni compasión. En los periódicos del día siguiente simplemente se lee: “La segunda muerte de Barbosa”