Ahora que veo a mi vieja madre tan vulnerable, tan plácida y sonriente, me cuesta imaginar que esta señora haya sido dueña de un carácter tan enérgico y tan amedrentador. Una sola palabra suya bastaba para destruir nuestros más fútiles deseos y fomentaba con ello un odio hacia ella, tan visceral como inútil, puesto que, y después de todo, continuaría siendo nuestra madre y la protectora que nos concibió, alimentó y enseñó los rudimentos de esta existencia.
Mi madre, nos avasallaba con su presencia, deglutíamos los alimentos con una mezcla de asco y espanto, ya que nos aterraba que apareciera en sus manos ese látigo de goma con el que reforzaba muchas de esas órdenes extremas. Nunca supimos donde conseguía esos instrumentos de tormento, ya que después de descubrirlos y arrojarlos al techo en una especie de intifada doméstica, aparecía de nuevo en sus manos para conminarnos a obedecer sus dictatoriales mandatos.
Pero, en lo que a mí se refiere, prefería mil veces ese castigo brutal, del cual podía escabullirme y fondearme debajo de un catre, que recibir la metralla de sus palabras, siempre hirientes, aguzadas, desgarrándome por dentro y transformándome en un guiñapo. Me costaba recuperarme, tras el embate vocal de mi progenitora, ya que ella sabía tocar mis fibras más sensibles. Transcurrieron los años y nunca aprendí a soslayar esa arma inobjetable que removía todos mis paramentos. Aún hoy, siento su voz desgastada, pero ya no me produce el mismo efecto, pese a que aún recuerdo su letal efecto.
Mis hermanas soslayaban aquello con relativa facilidad. Nada les dolía demasiado y sólo se ponían en guardia cuando el aterrador látigo de goma aparecía en sus manos.
Mi padre, siempre desgastado por agotadoras jornadas, llegaba en la noche y se sentaba a la mesa para cenar y relatarle a mi madre lo acontecido en su trabajo. No era un padre castigador, pero también nos dolía su indiferencia.
Los años se vinieron pronto, como un manto castigador y allí tenemos ahora a mi pobre vieja, descoyuntada y nostálgica, pero con todas las ansias del mundo por continuar existiendo. Ya han quedado atrás y requete recontra perdonados todos esos castigos, acaso propiciados por la pobreza inclemente que se debatía sobre nosotros como una pegajosa maldición…
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