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Parte I

Onecent está feliz. Al fin, después de dos años de haber llegado a la capital, y cinco de haber salido de su natal quirquincho, pudo comprarse un televisor de 30 pulgadas.

Antaño había oído hablar de las maravillas de esta caja “mágica”, como le llamaban sus seniles vecinos. En ella se podían ver a las mujeres más bellas, decía su abuelo, o la misa dominical que da el Papa, sentenciaba su abuela. Sin embargo, Onecent se moría por ver las películas de las estrellas Mexicanas de todos los tiempos, de los cuales conocía sus canciones de “pe a pa”.

Soñaba con poder conocer sus modos para conquistar a las mujeres del prójimo, contara con la aprobación de este último o no. Y qué decir de ver sus vestimentas para ser todo un don Juan o un Casanova, es decir un macho, en la extensión de la palabra, porque los machos se visten de un modo que solo ellos saben y ahí no hay para dónde.

Con estas armas Onecent tendría todas las armas necesarias para dar rienda suelta a sus dotes como amante y salvar a las mujeres, descuidadas por sus maridos, de la infame soledad.

En fin, cómo dijimos al principio de está hipérbola narrativa, Onecent está feliz. No cabe en la calle por la sonrisa que le cuelga de la boca e hincha el pecho como pavo real en plena primavera hoy que trae a su casa, vía “delivery”, la sagrada televisión, dadora del mensaje de salvación para la humanidad pecadora…

Antes de adquirir el susodicho aparato de “visionado a distancia”, el intrépido soñador se hizo instruir con los vecinos del mesón sobre las pautas de ejecución para hacer de su tesoro un disfrute de acomodo en sus horas de ocio nocturno.

Don chepe, quién trabaja en una óptica en el centro de la ciudad, le aconsejó estar a no menos de cinco metros de distancia del televisor si no quería quedar ciego. De igual forma, Chalo, el soldador del barrio, le indicó, que si veía televisión, procurara desconectar los electrodomésticos de su hogar, a fin de ahorrarse algunos pesos. Por hay que saber que “mirar televisión es un lujo en estos días en que el precio del petróleo está por las nubes”, le dijo el obrero, dándose aires de importante.

Chalo, además, le confirmó la sentencia de Don Chepe, asegurándole que la luminosidad del aparato es más dañina que si se viera de frente al sol en pleno “Viernes de Santo Entierro” al mediodía. ¡Cuidado con las blasfemias de tal calibre! ¡Cruz! ¡Cruz!

Después de estos avisos preventivos a favor de la salud ocular de nuestro interfecto, no quiso quedarse con las dudas y temores que sus confidentes le habían sembrado en el hipotálamo, así que corrió hacia la cuna de la sapiencia del lugar: la botica de Don Nando.

El galeno, al escuchar la pila de información que Onecent había recavado, le recomendó comer zanahorias para mejorar la visión al menor indicio de irritación en sus pupilas. Y no conforme con ello, el ilustrado le encargó no leer o ver la tele con poca luz durante las noches o en días nublados.

Por eso, Onecent esta feliz. No hay sorpresa que valga. Ha tomado todas las precauciones del mundo para poder disfrutar de su nuevo juguete con la seguridad y calma que se merece un rey en su castillo, aunque el de él se limite a un cuartucho al fondo de la senda.

Parte II

Onecent está enfermo. Enfermo y triste. Sí, aunque parezca extraño e irreverente, la verdad no se puede ocultar para siempre.

Todo comenzó el día en que el televisor entró por la puerta del cuartucho donde Onecent vive.

Resulta que el aparato, del cuál apenas había pagado la prima y dos mensualidades por adelantado, es grande, muy grande. Por ello, ese primer día hubo que pedir prestado un rinconcito en el cuarto del vecino, para poder guardar un par de cachivaches, a fin de colocar la televisión frente a la cama.

Luego hubo que resolver la nueva costumbre de andar con lentes oscuros todo el día y gran parte de la noche. La cosa se puso fea porque al pobre Onecent, que por cierto no sabe leer, tenía la mitad de la habitación con las luces encendidas y la otra, en total oscuridad, una porque quería ahorrar dinero y otra porque si quería ver televisión, tenía que hacerlo con mucha luz encima.

Los sentidos se le atrofiaron poco a poco, que cuando estaba nublado se le olvidaba andar sin lentes o tropezaba con medio mundo por perder la noción de las distancias. Más de una vez, se ganó un ramo de cachetadas por confundir senos con perillas de puerta en los bancos a los que iba a dejar encomiendas.

Lo único bueno de los cristalinos es que le servían de excusa para dormirse en las tardes de tedio en la oficina, y así nunca lo acusarían de holgazán, porque diría que no dormía sino que solo estaba meditando sobre un problema filosófico dogmático. En fin, palabras mayores que ni él entendía.

Lo peor ocurrió en los días en que tuvo que aguantarse los grandes aguaceros que vienen con el invierno. Pues claro, no tenía otra opción.

¿Y qué hacía? Si la habitación medía tres metros de largo y dos de ancho, y le habían encargado ver la tele a no menos de cinco metros, ni modo que sacara al patio el mentado televisor para que se jodiera con el agua. Sobretodo cuando apenas había pagado dos mensualidades y ya iba atrasado en otras dos.

No, si la cosa se le puso color de hormiga. El dinero ni le alcanzaba. Con eso de que tuvo que comprarse unos lentes “Rayban”, dizque “Fotogray”, para que la vista no se le atrofiara por ver el televisor.

Si el dormitorio más parecía un una gruta de procesión de la Magdalena en el mes de mayo, con velas por doquier, para no tropezar con los muebles, y aquella costumbre que se le había desarrollado de entrar cabizbajo, para que los delicados ojos no se toparan con el brillo del dañino monitor, no obstante este estuviese apagado. Solo los emperadores chinos entenderían tanto respeto.

Pero todas estas molestias no eran en vano. Con aquello de que los ojos se le “enchinaron” y enrojecieron, los primeros días por falta de costumbre de ver el televisor, ahí lo tenían al desdichado Onecent hartándose de zanahoria el esqueleto, no fuera a ser que se quedara ciego de primas a primera. No, si bien dicen que más sabe el diablo por viejo que por diablo. Si para ser pendejo no se estudia…

Parte III

Oncent está decidido. Aprendió que la televisión no lo es todo en la vida. Ahora solo le preocupaba salir del pasado y ver hacia el futuro.

Claro, hacer esta reflexión tuvo su cuota de sufrimiento. La que antes fuera felicidad en boca del radiante adquisidor, hoy se le había subido a la frente, convirtiéndosele en arrugas y ojeras a causas de las gripes y calenturas.

Y, también hay que recordar el estreñimiento que le sobrevino por la dieta de la zanahoria que se había echado al lomo este inocente cristiano, con tal de preservar la salud ocular. Y qué decir de las deudas que le salieron “gratis” por comprar en abonos y sin fiador.

Por todo esto y más, hoy se ha decidido. Devolvió el cuestionado televisor y ahora que se siente más descansado, se dispone a abrir la caja rotulada con la palabra “Microsoft” que tiene frente a él.

La sonrisa perdida poco a poco recupera su antiguo color. En su lugar hay un dejo de curiosidad que recorre pliegues por doquier, sin decidirse a actuar. Por lo pronto, ya ha colocado el veneno para las ratas cerca del lugar donde le han dicho que debe reposar el “mause”.

Texto agregado el 22-07-2004, y leído por 302 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
26-07-2004 Casi no puedo entrar a la pagina, por varias dificultades personales. Hoy entré para leer u texto último (y también el de oro amigo). Dos grandes sorpresas. Con respecto a tu cuento...vaya...vaya...que está bueno. Has unido filosofía con literatura, sabiamente. Me has alegrado el corazón. Graciasy todas mis estrellitas. Máximo islero
23-07-2004 es un buen texto, dinamico y que entretiene, me gusto mucho y creo que es un buen trabajo, solo le arreglaria (como cosa personal) algunas palabras que se mencionan continuamente y otras que no van muy de la mano de lo que se estaba hablando, pero el texto es muy bueno, por eso mis 5* y besos lorenap
 
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