Se ponía la corbata mientras veía su cuerpo famélico en el espejo retratando sus ojeras violáceas. Por la noche había tomado un ansiolítico, sin embargo, el sueño fue intermitente en una confusa relación entre la realidad y el ensueño. Por supuesto que prefería este último. Todo empezó aquella tarde en que le hicieron una endoscopía por la condenada mala digestión que le molestaba diariamente,
lacerándolo con profundo dolor como si una daga le atravesara las entrañas, envolviendo los espacios de su boca con ese maldito sabor metálico. Los resultados no fueron buenos. Lo adivinó desde que vio la cara del doctor que movía preocupado la cabeza. Su carácter místico hizo que recibiera la noticia con resignación, jurando que nunca volvería a comer esas sabrosas monedas ni las tuercas embadurnadas con aceite de oliva que eran toda una delicia...