Sospechaba de su existencia antes de encontrarle. Cada rato lo sentía escurrirse debajo de la mesa, o su mirada a mis espaldas para desvanecerse en el justo instante antes de voltearme. Se encargaba del trabajo sucio, hacía desaparecer mis peores escritos, llenaba de tachaduras y sugerencias aquellas hojas que consideraba valían la pena.
Logré atraparle un día, una criatura gris de ojos saltones, de piel escamosa, orejas enormes y puntiagudas. Estaba demasiado ocupado destrozando un cuento inservible para notar mi presencia, masticando cada pedazo de papel que arrancaba con sus dedos repugnantes.
Entonces asesté el golpe, veloz como nunca, con el libro más grande que tenía. Solo pudo mirarme con sus ojos llenos de miedo antes de quedar convertido en un charco de tinta sobre la mesa. Solamente pude escuchar su chillido desesperado. Lloré al darme cuenta; había asesinado a mis sueños.