El primer grito de María fue cuando la sacaron del útero de su madre como a un corcho a presión. El segundo grito lo dio con destemple en la mitad de la sala de neonatología que olía a vainilla, a líquido para pisos de hospitales públicos (mezcla de cloro, desodorante ambiental y pobreza ahumada) y al perfume barato que puede comprarse una mujer de cincuenta años con un sueldo mediocre y con la vida quebrada. Ese segundo grito que expulsó todo el aire que unos pulmones ochomesinos pueden reunir, que trepó con piolets por la laringe y se estrelló contra las cuerdas vocales haciéndolas sonar como una colisión de un coleóptero gigante contra las persianas de lata, ese segundo grito dado en la mitad de la sala, cambió para siempre su nombre de princesa por un letrero de neón. El segundo grito de María Lucrecia la convirtió en María Guaripola.
María Guaripola lloró y tras su primer llanto suelto, se abalanzaron los gritos de quince lactantes solos, de quince lactantes sin útero, desprotegidos. Quince esteros sonoros detrás de María. Quince cucús suicidas con meconio. Quince pequeñas aves explotadoras amarradas al tiempo, al reloj del que emerge cada hora.
No tiene madre la Guaripola, por eso no aprendió el uso de los pechos, ni de la leche ni de las canciones entonadas con voz de cobre, como una corneta de microbús, canciones de espadas maternas martirizando con amor los oídos… Pero creció y a los cinco años sus trenzas castañas, sus zapatos de charol, sus calcetines blancos con blondas, su vestido marinero, todavía marcaban los minutos de los relojes ajenos, el ritmo de los pulsos extraños, el do de las escalas musicales del barrio. El enjambre de niños y niñas con ojos latinoamericanos, isleños de cordillera adentro, torcidas ramas de sauce que vienen a llorar descontentos antiguos giraban alrededor de María jugando a “Pollitos pollitos vengan” y ella era la mamá y ella era el zorro y ella era el amor y era el miedo y todas las pequeñas realidades amarillas imposibilitadas de volar corrían tratando de alcanzarla.
Tuvo quince años y todas las serpientes salieron de la cesta detrás de la música inasible de su flauta de bambú, tumarit femenino que azuzaba el letargo de las cobras contra el muro de ladrillos de su colegio de secundaria: detrás del arco de fútbol, más atrás del arco de baloncesto, más atrás de la pista de atletismo había otro deporte que le explotaba en las manos. Todas las serpientes bailan frente a su encantador. María Guaripola ya sonaba entonces a música.
Alcanzó los veinte años y detrás de ella venían los clarinetes, venía un trombón, venían tres traversas insurrectas, un oboe que sólo sabía de contabilidad, los timbales que parecían una novela de finales múltiples y todos marchaban ordenadamente siguiendo el bastión de mando. Un hombre oscuro que la miraba con fiereza y que tocaba el clarinete con una dedicación de madre loca podría haber sido Jhonny Dodds y ella podría haber sido una negra de New Orleans y ambos dos adolescentes tomados de la mano caminando de espaldas al río Mississippi. El oboe le comentó al trombón: “Tiene la vagina furiosa”. Y el trombón hizo vibrar los labios en la boquilla y entonces el pabellón reprodujo un sonido de orgasmo bajo la lluvia y todos la imaginaron como un huracán, porque no podía ser si no de viento y rabia, si no de viento y demencia, si no de viento y destrucción ese puerto caliente hacia el que iban los ratones de toda Hamelin.
Un día sideral un astrónomo supo de María y cambiaron de pronto las leyes de la rotación y la traslación. El día y la noche surgía a partir del movimiento de una mano sobre su rodilla y el otoño se alcanzaba si uno se subía a su morral a recorrer la distancia negada.
Después de treinta años de moverse con elegancia dirigiendo el desfile, exactamente el cuatro de junio de hace ocho años, vio a un hombre que estaba parado en una calle mal iluminada del centro de Santiago. Imaginó que un hombre salido de las entrañas del barrio Concha y Toro no podía ser si no un hombre tejido, un hombre de fibras nobles, un hombre para arroparse. Recordó, mientras lo miraba, todas las golondrinas becquerianas envenenadas a los pies del balcón donde esperó en vano. Hizo un ligero inventario de los miedos más comunes, de los abandonos más brutales, de las fisuras más evidentes y entonces abrió la boca para cantarle desde la calle del frente, pero el marinero no se arrojó de su barco. Simultáneamente, el hombre alzó el brazo y el río de vehículos se apartó hacia los lados, como ante un gran Moisés citadino. María Guaripola supo entonces que volvería a ser María Lucrecia. |