Su marido, de por sí ya insatisfecho,
la cambió por una linda señorita,
le pasó a la concubina sus derechos,
pues aquella era una joven muy bonita.
La dejó hundida en la pena, que es tan cruel,
olvidando de ese amor la excelsitud;
porque el tiempo que duró su juventud,
ella quiso, enamorada, estar con él
Se casaron ambos llenos de ilusiones,
prometiendo de esta forma envejecer;
¡fueron años comulgando sus pasiones,
de mirar juntos las tardes al llover!.
No pensando que su amor iba a acabar
y creyendo que sus nexos eran fijos,
concibieron con ternura sus dos hijos
y amueblaron cada espacio de su hogar.
Ella quiso conservar su matrimonio,
evitando que en pedazos se rompiera.
Aceptó que aquel rufián no la quisiera,
todo a cambio de tener un patrimonio.
Le rogó no desechar su buen consejo,
que pensara con madura sensatez,
pues él no era un hombre joven, sino un viejo
y que aquella iba detrás de un interés.
Mas no pudo hacerle ver su gran torpeza,
se alejó, sin meditarlo en forma seria;
no importándole su llanto y gran tristeza,
ni dejarla sumergida en la miseria.
¡Cuántos sueños, de momento, fueron rotos!,
¡cuántas lágrimas ardientes derramó!.
de esos años, le quedaron unas fotos,
que pasado un breve tiempo, las quemó.
Con su marcha ella quedó tan desolada,
no pudiendo su congoja asimilar;
¡qué terrible fue sentirse abandonada,
anhelando que él pudiera regresar!.
Fueron años que debieron transcurrir,
para que ella reiniciara al fin su vida;
fueron meses de llorar su infiel partida
y en los cuales, tuvo sola que sufrir.
Hoy, las canas cubren toda su cabeza,
y de arrugas, su faz triste se cubrió.
Todavía ella rememora, con tristeza,
a aquel hombre que se fue y nunca volvió.
AUTOR: ALBERTO ANGEL PEDRO.
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