No era culpa de él, la culpa era mía por querer explicarme siempre lo que me desconcierta a toda costa. Por mi testarudez de querer llegar a la verdad –a la que considero que simplemente permanece oculta– por mis propios medios sin preguntar jamás.

Mis noches de desvelo comenzaron a los pocos días de haber ingresado a la Universidad en la Ciudad Capital. Allá se tiene la costumbre de asignar a los de “afuera”, un compañero para vivir en un departamento durante el tiempo que durara el periodo escolar. En lo particular, esta costumbre resultaría totalmente devastadora para mí.

Mi compañero era una persona huraña en toda la extensión de la palabra. Estudiaba no sé que carrera y se había inscrito en el turno de la tarde. Sólo le veía muy de vez en cuando; por la mañana yo me iba al colegio y él –creo– todavía no se levantaba, permanecía en su habitación hasta quien sabe que hora. Cuando terminaban mis clases, regresaba al departamento; él seguía en la escuela y llegaba hasta la noche, e inmediatamente se metía a su cuarto. Nunca cruzábamos palabra alguna, solamente lo hicimos cuando me lo presentaron y me dijeron que él sería mi compañero, pero en realidad sólo fue un lacónico saludo.

En esa ocasión, me llamó la atención su intachable vestimenta: ningún pliegue arrugado se podía encontrar en su traje azul celeste; los zapatos negros relucían de limpios; su peinado perfecto e imperturbable: totalmente negro y brillante.
(continua)