Mortales sensaciones derriban uno a uno mis preceptos
A desbandada pisotean mis arraigadas convicciones
Ráfagas de belleza golpean mi extenuada sensatez
Corrompen al último de mis prejuicios
El suelo cede bajo el leve peso de mi actual convencimiento
La atracción se burla traviesa de mi desgastada prudencia
Ante un guiño delicado se apaga la última vela de mi lucidez
Mi ejército ha sido destruido. Los escudos prevalecieron ante el oponente invisible. Diminutas saetas quisieron romper mi carne y lo lograron. Los estrategas fueron derribados, el suelo se tornó resbaladizo, el desplome fue inminente. Marchamos irrenunciables hacía el abismo, uno a uno avanzamos entendiendo que moriríamos, sabiendo que el fuego nos llegaría de frente. La confusión colmó al imperio, sentíamos que se acercaba, que podríamos luchar pero perderíamos. Se oyeron gritos de piedad. Aquellos guerreros que ayer abatieron leones, derribaron carrozas, vencieron cuerpo a cuerpo a los gigantes, hoy temblaron como niños asustados, nunca antes enfrentaron un adversario que no se defendía, que no los atacara. Cerramos los ojos, tapamos nuestros oídos. No sirvió; la sentimos; con los ojos cerrados presenciamos como se metía en nuestro abdomen, como luego palpitaba en nuestro tórax. Nos rendimos felices frente a aquel enemigo, sin vergüenza alguna de nuestras flaquezas. Supimos entonces que nos había conquistado, que nuestro territorio se entregaría en breve, con sus rebaños, con su trigo, con sus poetas, con sus misterios. Mientras nos robaba el alma por los ojos, nos entregaba a cambio una sonrisa. Abrí mis ojos. Vi su sonrisa en cada rostro, en cada labio, en los caídos y en los que se mantenían en pie; vi como se instalaba en la aurora, en el poniente, para saludar el día, para despedir la tarde ¡Imponente! Vi una piel canela que me envolvía ¡Preciosa! Abrigaba mis caminos y mis plazas, mis azares y mi destino. Se fundía con el aire creando una atmósfera de vida en lo inmenso de este territorio de guerra.
Sólo queda de mí, el último vestigio de dignidad. Ahora escucho voces y mi mente crea visiones. Las voces son contradictorias, me dicen que me aleje, que busque el desierto, un lugar dónde pueda prever el ataque. Luego me gritan que es tarde, que el ataque ya sucedió, que el tiempo se deformó, que no me esconda, que en el pasado ella ya me encontró. Qué está adentro, que se incuba dentro de mí. A veces lo creo, despierto enternecido, seducido por una voz que susurra en mi oído un nombre familiar que me ofrece la redención. Las visiones son otra cosa, están colmadas por la más delicada sencillez, aparecen y lo olvido todo, olvido las cenizas que me dieron a cambio de mi patria, olvido al ejército vencido, olvido haber prometido justicia, olvido que me tiene a su merced, olvido que hace unos años me hubiera defendido, que habría peleado por mi vida. Con extraña complacencia admito que ha ganado ¡Que disponga de mi cuerpo a su antojo! ¡Que extraiga lo que quiera de mi alma!
Sus años mancebos invadieron mis avezadas fortalezas. Me entrego y me parece que sin esfuerzo conquistará cada territorio aun rebelde de mi entereza.
A Marcela, octubre de 2010
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