Aprendí a hablarle a un muerto hace ya varios años. La verdad, aprendí cuando partiste. Cuando decidiste tener veintidós para siempre. Te hablo en noches frías y en esas tardes de lluvia que recuerdan la bahía congelada que conozco únicamente por tus fotografías. Me hablas despacio como habla la música, sin decir palabra sabes decirlo todo. A veces te respondo con mi torpe voz de vivo. Te digo por ejemplo que te extraño, que sin ti la vida se hizo un tanto más pesada. Me parece que ahora gustas de palabras escritas; imagino que lees con tus gafas grandes de bordes rosa, que te sientas en la tarde a eso de las cinco para ver como se mueren los días de los vivos, que me dices “Giovi”, que me abrazas y confidente recuerdas que mis notas las tienes adheridas a la pared con ciertos pegamentos que no entiendo. Reconstruyo tu voz pero el tono se ha perdido, escucho timbres que eran tuyos (cada día son más escasos). Lamento tantos meses que desperdicié en no mirarte. Recuerdo más que nada tres momentos: el primero es el último, el de la despedida; tu llanto insinuaba una amenaza que pronto disfrazamos con sonrisas. El segundo, mi último cumpleaños contigo. Aún te escucho: ¡Esta noche no te voy a dejar sólo! No lo hiciste, amanecimos borrachos y felices; nos supimos burlar de pasados quebrantos. El último es primero, cuando llegaste: ¡Margarita! Sentada frente a mí, en el salón 5, con tus dieciocho mal cumplidos, con tu cabello recogido y tu cuello expuesto; sin hablarme, sin mirarme, decías justamente lo que quería escuchar.
Aprendí a hablarle a un muerto pero hoy no me habla, se queda mudo como hacen los tristes. No sé como hablan los muertos, imagino que gritan ¡Grítame! Dime que todavía no te vas del todo; dime que todavía me escuchas, que aunque hablamos poco, hablamos con cariño. Háblame, aprende conmigo a hablar con los vivos.
A Margarita Salamanca, febrero de 2011
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