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…escuchad el sonido quebradizo de la sal viva, sola en los salares: el sol rompe sus vidrios en la extensión vacía y agoniza la tierra con un seco y ahogado ruido de la sal que gime. “El desiertoâ€, Pablo Neruda.

Hasta que finalmente no haya cielo sino Desierto de Atacama y todos veamos entonces nuestras propias pampas fosforescentes carajas encumbrandose en el horizonte. “El Desierto de Atacama IIâ€, Raul Zurita.

El camino era arduo de vientos y arenas, de calcinadas piedras negras desperdigadas en una divisoria de aguas sin agua, desértica, seca, con una extensa soledad amarillenta u ocre, de leves rojos, rojizos, púrpuras lejanos y sales sucias y horizontes quebrados. Nubes de polvo bailaban sus danzas helicoidales dispuestas en un azar de guijarros y colinas desnudas. El rito de la queja, la sinfonía, el solo de fagot de la ventolera ululando por entre las quebradas resecas, sedientas, empolvadas por milenios de chusca invisible revoloteando los siglos y los albores. Los volcanes en su perversa altura y distancia, en su línea de nieves reverberando en el aire calido más allá del infierno de los pirquenes y de los laboreos incas en su cosecha de turquesas. Lajas y pircas en la aguada y la vegetación dura, sobreviviente, bebiendo atrapada de los charcos subterráneos, esos verdes opacos y escasos, de raíces endurecidas de esperar las lluvias de la milenaria, la densidad fresca de la camanchaca y la noche que parece húmeda en su frescor quieto y ciego. El camino se alargaba bajando por un tedio de leguas eternas, subiendo a contraluz de un mediodía furioso como un yunque, caracoleando por entre las rosadas ignimbritas canteadas por las ráfagas y la fragua incesante del nocheidia. Un rumor de poniente indeciso, las sombras largas contra el caliche, las primeras estrellas confundidas entre el azul muy oscuro del cielo sin luna y el relieve de negro terciopelo de la pampa, el nocturno declarado con las luces de las salitreras abandonadas y de las lamparitas de los fantasma extraviados detrás de las carretas cargadas con las costras de nitratos. Más abajo, el callejón de luces rojas de los prostíbulos de las meretrices de las copas siempre vacías y las fragancias de pachulí y los aliento de menta ingenua. El camino poseía la serena infinitud de lo irracional, de los mapas de otros territorios, de las cartas de los suicidas y del catalogo de los rubores de los atardeceres marinos, solo que allí no había mar ni noctilucas en los oleajes, sino grietas de resecación en las arcillas y el brillo mate del barniz del desierto en los cantos rodados. Allí, contra la coronación y el estupor, en las huellas de los saurios extinguidos, entre las flores de amatista y calcedonia, en la grama de crisocolas y malaquitas, en las vertientes cristalizadas de las ágatas bruñidas por el finísimo recebo dispersado por los años grandes del torbellino del horno de Inti. Aridez, desolación, silencio. Calor y polvaredas, sed, sudor y hastío, eso fue para mí el infinito desierto de Atacama.

Texto agregado el 23-09-2011, y leído por 83 visitantes. (0 votos)


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