La música, cual bálsamo que se difunde en la atmósfera, penetrando en los oídos de cualquiera, apacigua el desenfrenado accionar de las bestias, despierta la sensualidad de los místicos, alienta las esperanzas de los derrotados, se desgrana en deliciosas y mágicas partículas que acompasan los corazones de los hombres nobles.

La música y su maravillosa esencia, nació tras la estampida del cosmos, el tronar de timbales gigantescos tras el desperezo de los colosos ígneos. Surgió clamorosa en los chapoteos de los pantanos primigenios, se elevó en medio de vapores que se hermanaban, creando una atmósfera para sus creaturas. La música y sus arpegios prodigiosos, nacieron antes de que un hombre tañera su guitarra, se origina en la sombra de los tiempos y resonará mucho después de todo, en los ecos de la eternidad.

Necesitaba una brisa femenina, susurrante y propició el nacimiento del violín, necesitó los acentos y el ritmo y nació el trombón, se procuró un gemido desgarrado y se aposentó en la garganta del hombre. Así, a cada requerimiento suyo, nació el instrumento preciso para conformar una sinfonía gloriosa.

La música, exacerbada, contrapuesta, casi bélica, es producto de la temperatura de los pueblos, a veces se torna marcial, implacable, y preconiza la destrucción y el odio como bandera, el yin yang en su faceta impenetrable.

Pero, apaciguados los ánimos, en puntillas, surge estereofónica, desde las alturas, dulce y vertical y se arropa en el corazón de los enamorados, inspirándolos a consagrarse como dioses terrenales, sublimados por sus sueños, enfrascados en una gesta que no sabe de derrotados.

La música, postrera amiga, nos arrullará con sus melodías y una flauta dulce nos acunará en la delicia del sueño eterno. Y ella, continuará resonando, cual si fuese la voz angélica que conduce a los vivos a sus designios y a los difuntos a su reposo final…