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(Cuento)

Autor. Virgileo LEETRIGAL

Crescencio Araujo era del Huauco y conoció allí a Florencia Zamora, debido a que ella iba de compras a su tienda-bazar, aunque de vez en cuando. Floren-cia, era una mozuela natural de El Torno, un anexo del distrito de Huacapam-pa. El Torno está hacia el norte, a cuarenta minutos de recorrido a pie, desde El Huauco. Hay hasta tres caminos de conexión: La «carretera vieja», por «El Isco» y Huacapampa; la carretera «Misionera» y calles mismas de Huacapam-pa; y el antiguo que va pegado a los cerros. Este último, de pendientes leves, tiene plataforma de rocas y suelo natural. Éste camino atraviesa la campiña existente entre El Huauco y Huacapampa, pegado en buen tramo, a la base del cerro «Lanchepata». A la mitad de su recorrido, luego de cruzar al río «El Verde», se emboca en una calleja de Chaquil; y luego de atravesar este caserío, llega a «El Torno».

Crescencio era de estatura mediana, trigueño, respetuoso, diligente, bromista, y piropeador; así, fue él quien quedó prendado de Florencia por su gracia y carisma. Ella tenía tez blanca, ojos claros de mirada alegre. Su sonrisa; enmarcada por labios sensuales y finos, era muy agradable, más cuando dejaba ver su dentadura perfecta. Vestía siempre con colores vivos: una blusa algo escotada, cubría sus senos abultados y palpitantes; sus vestidos, de vuelo discreto, escondían unas caderas bien proporcionadas y parte de unas piernas bien contorneadas. Combinaba su oficio de artesana con faenas agrícolas y pecuarias en la campiña. Era soltera pero con compromiso: un albañil de Huacapampa, que deambulaba construyendo casas de adobe y tapial, había conquistado su corazón; pero, esta relación se deterioraba irreversiblemente, porque el constructor, ya enviciado en el alcohol, prolongaba cada vez más sus ausencias.

—Te tiene descuidada, no te acompaña, Florencita —le dijo un día Crescencio, ofertándole una frazada marca «Tigre».
—¿Qué voy hacer?, así será mi suerte —sonrió ella, en tono de resignación.
—No es así, Florencita.
—¿Cómo es entonces?
—Cada persona hace su suerte como quiera.
—Entonces esperaré —se esperanzó Florencia—. Algún día tendré mejor suerte.
—Tampoco es tan así. Alguien debe construir contigo esa mejor suerte, Floren-cita —insistió un Crescencio zalamero.

Los encuentros y diálogos entre ambos, se hicieron cada vez más frecuentes, hasta que decidieron formalizar su relación amorosa.

—Mientras decidamos algo mejor, nos veremos en mi casa, pero desde las diez de la noche —dijo Florencia—. Antes de esa hora, atiendo hasta que se duerman, a mis padres ancianos.

Crescencio, se equipó para caminar enfrentando al frío clima serrano: botas livianas, poncho y bufanda de lana; más linterna con pilas nuevas. Y, se le hizo costumbre ir a El Torno, hasta tres veces por semana. Llegaba cerca de las diez y regresaba en la madrugada. Él, viajero experimentado, se consideraba inmune a miedos nocturnos; más aún, enamorado de una dama simpática, trabajadora y doce años menor que él.

Cierta noche, Florencia le informó que su madre enfermó y que para asistirla, se quedaría en casa de sus padres. «Regreso. Llegaré temprano al Huauco», decidió él; y le dejó su linterna. Había luna en cuarto creciente, que alumbraba con suficiente claridad para ver el camino. A medianoche, pasando por Cha-quíl, llegó al río El Verde. Cruzó el puente rústico de maderas, remontó una pequeña loma y arribó a la llanura. Allí, percibió que sucedía algo anormal: su cuerpo y el ambiente se alteraron, espíritus o energías raras se manifestaron. Sus piernas flaquearon, temblaron y se doblaron.
Agobiado, se sentó en un poyo de tierra. «Así recogeré las perezas de tanto haragán que anda por aquí», bromeó autoafirmándose. Miró en dirección del camino a su pueblo, distinguiendo a unos treinta metros, el ligero movimiento de un bulto negro y grande. «¿Será una vaca, o alguien cortó y arrastró un árbol hasta allí?», se preguntó. «Esa sombra nunca estuvo», concluyó. Se convenció que no tenía forma animal ni humana; semejaba sí, un huevo gigantesco, o una gran momia enfardada. El bulto permanecía casi inmóvil, irradiando energía extraña.


«¡Qué raro! ¿La templadera hará ver cojudeces?», «¿será el alma de la mamá de Florencia que ya está andando?»; reflexionó Crescencio. Intentó pararse, lo logró con esfuerzo. Trató de avanzar, pero no podía dar paso adelante. «¿Qué está pasando aquí? ! Este lugar se ha vuelto pesao!»; se decía con miedo cre-ciente. Como no podía avanzar hacia adelante; lo intentó hacia su izquierda y pudo. Fuera del camino, avanzó por la pampa, solo unos metros hacia adelan-te, y volvió la parálisis a sus piernas. Miró hacia la llanura, y a la misma distan-cia, estaba otra vez el bulto negro.

—¿Quién jijunagramputa eres? ¿Por qué me atajas? —gritó, desafiante. No obtuvo respuesta. Sólo el eco contestó de modo aterrador, desde la casa solita-ria y abandonada, ubicada junto al pantano y cerro Lanchepata. Caminó de costado hacia su derecha, tomando de nuevo el camino oficial; avanzó por éste, pero sólo pocos metros; y otra vez, el bulto negro estaba allí bloqueándolo, y él sin poder mover las piernas. «Ésta cosa no quiere que pase» «¡Toma tu hembrita buena moza carajo!»; se dijo, tiritando de miedo.

Crescencio sacó cuenta que, en la segunda vez que el bulto se presentó en el camino oficial, estaba mucho más atrás que al inicio. Decidió entonces, correr hacia el costado y avanzar hacia adelante. La cosa negra se aceleró, lo seguía, y bloqueaba al camino, pero retrocedía. «Avanzo y ésta cojudez retrocede», se consolaba. Los segundos eran eternidad, pero ver más cerca al pantano con totoras y la casa abandonada, lo reanimó. «Lo haré retroceder hasta la casa», decidió, enjugándose el sudor de la frente. En efecto, retrocedió. Y, quedó inmóvil entre la casa y el cerro, cerrando el camino como un bloque congelado.

El enamorado ensayó la táctica de los desplazamientos laterales, para esca-parse por detrás de la casa, pero sus piernas no le obedecían. Su miedo creció y musitó: «!Ayayay, ya fui carajo! No puedo más. La casa y el pantano son do-minios de esta cosa rara». Recordó entonces, que cuando él era niño, su abuelo narraba historias de espíritus, duendes y fantasmas. Una vino a su memoria como una centella, aquella cuyo desenlace se dio en la «Poza Brava», lugar al que el habla popular huauqueña señalaba, como guarida de duendes y diablos. Cierta vez, su abuelo contó que: «Un labriego del barrio La Toma, enamorado de una huacapampeña, regresaba a casa de madrugada. Una melodía pegajosa lo sedujo en el trayecto, y él lo siguió creyendo que había alguna fiesta. Desorientado llegó a la `Poza Brava`, dónde vio duendes tocando instrumentos y bailando. El labriego que era lector y gustaba andar de noche, encontró el antídoto contra los malos espíritus, consistía en amarrarse los brazos con cordeles gruesos o maichajs».

Recordó además, que su abuelo dijo: «Con brazaletes de hilo, al estilo inca, en sus brazos; más su bola de coca, tenía poder y ningún espíritu lo molestaba».

Luego de encomendarse al alma de su abuelo, Crescencio desesperado y re-negando, se preguntó: «¿De dónde michi saco coca y maichajs aquí?». Luego su mente se iluminó y volvió a preguntarse: «¿Funcionará con otro material?» «!Probaré carajo!», decidió. Quitó la correa de su cintura, la enrolló en su brazo izquierdo, y el bulto avanzó hacia él. «Ajá…Funciona, esto no le conviene», se dijo, siempre tiritando y aterrorizado. Más rápido aún, sacó del bolsillo su honda de jebe, su arma contra los perros. La enrolló con facilidad en su brazo derecho. Cuando ambos brazos quedaron con brazaletes, el bulto negro se detuvo en seco, a escasos metros de él; luego retrocedió diluyéndose por el suelo, como una sombra rara, hasta desaparecer por el corredor lúgubre de la casa abandonada. Al extinguirse, saltaron desde el piso algunas chispas luminosas. Un gallo cantó desde una de las casas cercanas del pueblo; y algunos perros ladraron, desde otras más lejanas. Desde el corredor oscuro que se tragó la sombra, se escuchó a una voz aterradora y de ultratumba, decir: «¡paasaaa desgraciaadooo!». Voces múltiples, como en coro, repitieron lo mismo desde el interior de la casa.


Crescencio más aterrorizado, quería huir cuánto antes del lugar o bien que la tierra se lo tragara. Probó la solidez de sus piernas, como por milagro, funcio-naban. Podía caminar y correr. Entonces, sujetando la pretina del pantalón, escaló hacia el cerro; saltó con agilidad felina unas rocas grandes y deformes, eludiendo al corredor de la casa abandonada. A media cuadra de ésta, retomó el camino oficial; vio a lo lejos las siluetas de las primeras casas habitadas del pueblo; y corrió ágilmente dejándolas atrás, a una velocidad que nadie podría explicar.


En la puerta de su tienda, minutos antes de seis de la mañana, lo encontró su primer cliente del día: de bruces, con su correa y su honda enroscados en sus brazos; y la pretina del pantalón bajo sus glúteos morados y fríos. El enamora-do parecía agonizar: pálido, erizado y sucio; exhalaba y botaba espumarajos por la boca.

Texto agregado el 22-09-2011, y leído por 237 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
19-11-2011 Me atrapó ***** heraldo_negro
22-09-2011 UNA VEZ MÀS CONCENTRAS MI ATENCIÒN CON TAN SORPRENDENTE HISTORIA. EL MITO Y LAS CREENCIAS FOLCLÒRICAS LO RESALTAN neoescribidor
22-09-2011 Muy bueno. filiberto
 
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