Como los delitos aumentaron en demasía en aquel pequeño pueblo arrinconado en el mapa y por lo tanto, carente de interés para los políticos demagógicos que siempre están a la caza de este tipo de filones un tanto desinformados, el alcalde, que era una especie de señor feudal de aquella comarca, dictaminó que se castigaría drásticamente a quienes inflingieran la ley, articulado que no era otra cosa que un legajo manuscrito por aquel individuo, quien diariamente revisaba los edictos y los corregía a su regalado gusto. Ello derivó en que el mamotreto, fuese una serie de hojas borroneadas que sin embargo era considerado por los pueblerinos como el non plus ultra de los textos, el Torá de la Región, el Corán de los fieles o La Biblia de los creyentes, el más venerado de los libros y –por supuesto- el más temido. Sin embargo un asunto es respetar la Ley y otra cosa es acatarla. Y las bandas de forajidos hacían su agosto devastando los sembrados, robando los animales y asaltando a esa pobre gente que tenía una meridiana noción de las veleidades del destino pero una muy clara visión de estos deleznables hechos. Se inició, por lo tanto, una embestida contra estos desalmados y una vez atrapados, se procedió a fusilarlos en la plaza del pueblo. Como la ley era ambigua y deslizante, tal como un pedazo de gelatina al borde de una mesa, el alcalde decidió que había que velar por los valores morales de la comarca. Como los robos se extirparon de raíz, decidió que se castigaría con todo el rigor de la ley a quienes pastaran en campos ajenos, es decir, a todos los que engañaran a sus cónyuges, ya sea con la vecina, con el vecino, con el perro o con el gato. Dicho y hecho. En menos que canta un gallo, fueron ajusticiados cincuenta varones infieles, ochenta mujeres de la misma índole, cinco gallinas, diez perros, un colibrí, siete gatos y hasta un par de ratones, aparte de la incautación de varios peluches, incluido uno del famosísimo chupacabras, varias muñecas inflables y de yeso y una enorme diversidad de curiosos adminículos , lo que sirvió de excusa para que la prensa farandulera confeccionara un gráfico en el cual se indicaban minuciosamente los porcentajes, esgrimiéndose con todos estos datos a la mano que las mujeres eran las campeonas de la infidelidad, los varones eran vicecampeones en este tipo de actividades, le seguían los actos de zoofilia, peluchismo –neologismo creado por el alcalde y que nadie se atrevió a refutar- y fetichismo.
La población, diezmada por esta caza de brujas, se transformó en un símil de los frugales cuáqueros de Norteamérica, pero, aún así, hasta el menor atisbo de delito fue inmediatamente castigado: a un señor se le condenó a la pena máxima por sorber el caldo, a otro por roncar, a una mujer por inmiscuirse en asuntos ajenos, a varios por fisgonear, a otros por escribir con faltas de ortografía, a una manzana completa de la vecindad por emitir ruidos molestos a altas horas de la noche y a muchos otros por simples nimiedades, como escupir en el suelo, no tirar la cadena o andar con las uñas demasiado largas. Claro está que hubo delitos flagrantes como estupro, prevaricación, enriquecimiento ilícito, injurias y calumnias, pedofilia y encubrimiento, pero fueron hechos aislados dentro de la vasta gama de delitos menores.
Como, curiosamente, en aquel pueblo no existían niños, dado que las políticas de control de la natalidad impuestas por el alcalde habían sido tan draconianas que todas las mujeres aptas para engendrar habían quedado estériles o habían abortado, el plenipotenciario mandamás se ahorró la desagradable tarea de fusilar a pequeños, aunque, en rigor, esto no fue tan así, porque entre los ajusticiados hubo un par de enanos provenientes de un circo de un lejano pueblo que fueron sorprendidos usando taco alto, infracción que estaba dentro de las más graves porque así lo decía textualmente el mamotreto que el alcalde conservaba dentro de su vitrina blindada: “Nadie debe aparentar lo que no es, los gordos no deben esmerarse en parecer flacos, los feos en parecer bonitos, los desfavorecidos anatómicamente en buscar voluptuosidad de formas (Esta parte estaba tachada y vuelta a corregir infinidad de veces, puesto que el alcalde no atinaba con la terminología precisa) y los bajos no deben aparentar ser altos ni viceversa.
Cuando el pueblo quedó reducido a sólo una veintena de habitantes, incluidos el señor alcalde y sus asesores, nadie quería exponerse a ser ajusticiado y por lo tanto, las callejuelas estaban desiertas y ni los perros pululaban por los alrededores puesto que el instinto les decía que era peligroso que fuesen sorprendidos orinando en un árbol o haciendo sus necesidades más sólidas en la vereda. Además, no se atrevían a satisfacer su apetito sexual, sumándose a la leva que, en todo caso, ahora sólo era recuerdo porque las perras ya no ovularon nunca más, corriendo la raza perruna serio peligro de extinción. Los gatos, como siempre, quedaron exentos de estos peligros ya que sus correrías estaban demasiado circunscriptas en el tiempo y el espacio.
Al cabo de un año, sólo quedaban vivos el alcalde, por supuesto, un ayudante y dos mujeres. El cementerio abarcaba las tres cuartas partes del pueblo y en las tumbas y mausoleos se habían escrito los más curiosos epitafios. Por ejemplo, en una tumba ovalada sobre la cual había una enorme nariz esculpida en granito, se leía lo siguiente: “Murió por roncar demasiado fuerte. Pero en la vida misma fue silencioso”. En otra tumba de mármol negro, el busto de una mujer que parecía tener uno de sus oídos pegados a la pared, daba paso a la siguiente leyenda: “Dios nos regaló la audición. Perlita abusó de aquel sentido y por eso ahora escucha sólo consejos divinos”. Y así por el estilo, cada sepultura entregaba su testimonio particular y ejemplificador. Y como el alcalde además de ser un tirano insoportable, era un tipo muy calculador, ya había mandado a cavar las tres tumbas restantes: la del ayudante y las de las dos mujeres. El, una vez que todos estuvieran descansando definitivamente en el camposanto, emigraría con todas sus pertenencias a una de las islas del Pacífico para disfrutar de las delicias de la naturaleza y de las tentaciones de todo tipo que se ofrecen en esos exóticos lugares.
Aquella noche, mientras dormía cómodamente en su lujoso lecho de oro, tres figuras ingresaron sigilosamente al dormitorio, dos de aquellas figuras se arrojaron sobre su cuerpo y la tercera asió su cuello con poderosas manos, apretándolo hasta que el alcalde dejó de respirar.
Un año más tarde, un hombre cultivaba su granja seguido por sus dos oferentes esposas. Milagrosamente, dos pequeños bebés bautizados como Adán y Eva, retozaban en sus respectivas cunas de mimbre.
Los perros regresaron a sus escandalosas andanzas amatorias y hasta la fronda reverdeció para congraciarse con las aves que regresaron a construir sus nidos. El aire se renovó y fue más puro y diáfano y sólo sufrió una pequeña contaminación cuando un sucio legajo de papeles borroneados, ardió, iluminando aún más la noche estrellada…
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