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DÓNDE EL SOL NUNCA BRILLARÁ




Parte II




Pasaron los años y papá nunca se recuperó de lo ocurrido, aunque sus cercanos y yo intentamos levantarle los ánimos. Consejos como “ya conocerás a alguien más” o frases como “Las mujeres son todas unas perras”, rebotaban en él, sin causar mayor reacción. Uno a uno, fuimos desapareciendo.
Se quedó solo. Hoy, si tengo tiempo, viajo desde Santiago, la ciudad donde estudio, para compartir algunas palabras con él de vez en cuando. No quiero olvidarme de su rostro como ocurrió con mamá.

Al cumplir mi mayoría de edad y con licencia de conducir en mano, heredé su auto. No le importaba viajar y lo había abandonado en la casa de mis abuelos, con la intención de regalármelo –algún día-. Por un momento recordé todos los dolores de cabeza que arrastraba este modelito y quise cambiárselo a mi abuelo por su Peugeot 404 del 1971. No insistí en esa idea, ya que para el viejo significaría cambiar radicalmente su universo y las repercusiones se las tragaría mi abuela. Terminé aceptando el coche por la nostalgia.

Papá se sentía completo aferrado a las calles, ebrio y lastimero. Nada podía hacer por él en ese momento. Le prometí que apenas me recibiera de la universidad, le ayudaría en lo que fuese.
Supe por el cantinero y antiguas familias del sector quienes me recordaban como Javiercito, que mi padre todos los días iba al mismo banco de plaza, a la misma hora.

-Olvídate de mí –me gritaba en rechazo cada vez que me acercaba. Arrojándome las botellas vacías a mis pies. Nunca con la intención de herir, simplemente de alejar.
Inventé una nueva rutina de visitar ese lugar, una media hora antes, para depositar un poco de dinero, sujetado con una piedra amiga. Vigilaba a la distancia para que la limosna llegara a quien correspondía.
Lo vi acercarse, tomar el dinero, mirar a ambos lados mientras se lo guardaba en algún bolsillo roñoso. Lloré.

Nunca perdonaría a mi madre donde quiera que esté, por lo que le hizo a la familia. Si me cruzara hoy con ella o con Sergio, sin dudarlo escupiría al piso y daría el primer golpe.
Llamé al número de su antigua consulta. Pidiendo por favor una dirección o teléfono del lugar donde pudiera haberse trasladado el hijoputa. Luego de un par de días de operación di con su paradero. Santiago Centro, a menos de una hora de donde estudio. Quién lo diría, el anonimato de todos en esta ciudad permite caminar sin preocuparnos de ser descubiertos sembrando inmoralidad. Todos guardan un demonio en su interior, es cosa de tiempo para que este aflore. Ahora con un vehículo en mi poder, dedicaría el próximo fin de semana largo, para ajustar cuentas.

En la universidad conocí a un tipo apodado la Pantera, un falsificador en potencia. Ganaría más dinero con esos pequeños trabajos, que como odontólogo. Luego de la inversión que me costó cerca de cien mil pesos, conseguí mi nueva vida, nueva infancia, nuevos padres y nuevos trastornos médicos.
-Chico, has de estar muy cabreado de algo, para querer todo lo que me pediste. Cabreado o escapando de algo –Lo interrumpí en el acto.
-Eso será asunto mío. A ti sólo debería importarte si pago o no.
-Ok, ok. No es para ponerse a la defensiva tío. Aquí tienes lo tuyo, Raúl.

Conseguí un arma en Iquique. Ya había recorrido algunos sitios con anterioridad en uno de mis viajes con papá, antes que toda esta mierda se desatara. Algo clásico y barato, un viejo revolver Taurus, modelo 605 calibre 357 Magnum –así lo presentó el vendedor- de fácil uso y más pequeños que las Colt de los spaguetti westerns.
-¿No quiere algo más actual? Tengo pistolas automáticas de todos los precios, para los novatos –Mencionó el tipo calvo, delgado y encorvado que atendía el negocio con susurros y carraspeos de garganta.
Asumí una postura y mirada estilo Clint Eastwood en Dirty Harry, para luego apuntarle entre sus cejas con mi nueva adquisición.
-¿Quién dice que soy un novato?
Al verlo con sus grandes ojos, tosiendo, carraspeando la voz y buscando con su mirada el arma más cercana de todo su arsenal. Comencé a reír, pagué y me largué de su pocilga.

Tenía la mente nublada por la venganza. Muchas veces oí a mi abuelo decir que todos los males se evitarían con una mentalidad tipo Código de Hammurabi, y el ojo por ojo. Se enorgullecía de su pasado militar y su herencia franquista. Sus padres llegaron al país, sólo para ser uno más de la comunidad de inmigrantes de España nacidos el ‘30. Conservador y criado a la vieja usanza. Él sí hubiera lanzado la primera piedra, pero directo entre los ojos de Jesús.
Lo veía como a un fascista, que tuvo la mala suerte de crecer en este país. En caso contrario, si su adolescencia la hubiese vivido en Europa Central, habría llegado a ser una especie de héroe nacional. Era una de las razones por la que no le tenía mucha estima.
Pero los años revuelven nuestras tripas, aflorando al animal que muchas veces llevamos encadenado a la cabeza, a nuestras patas y manos. ¿Seríamos capaces de destruir la gracia de la belleza en mil pedazos y dejar que los infiernos se desatasen en la mundanidad de nuestras culpas? Interrumpí mis pensamientos. Llegamos a nuestro destino mi revólver y yo. Descendimos del bus en medio del centro santiaguino.

Un par de días antes de salir y comenzar con este relato, me apunté en la última hora de su consulta para el viernes con el nombre de Raúl, a la cuál llegué veinte minutos antes, observando cualquier indicio de infidelidad.
Cuando al fin entré en su despacho, no me reconoció. Todos los días me he preparado para este momento conversando ante el espejo, durante horas, una farsa que mejoraba con cada viaje, encarnándola sin dejar espacios en blanco. Incluso de tener oportunidad la conversaba con cualquier persona que me encontrara en la universidad y en el transporte público. En especial prefería a los taxistas, quienes siempre terminaban recomendándome que me “hiciera ver” y rebajaban parte de la tarifa a causa de la lástima y del miedo.

Al terminar la sesión y agregar algunos datos a mi nuevo historial, interrumpió la secretaria por el citófono indicando al doc. que “su esposa estaba en la línea”.
Las tripas realizaron un pequeño baile y sentí ganas de vomitar en la cara de Sergio, para luego reventarle las sienes a balazos. La mano se metió automáticamente en el bolsillo y aferraba nerviosamente el arma, incluso antes de terminar esta frase.
-Recibiré su llamada –Dijo con naturalidad.
Vamos, malparido, recíbela. Deja en evidencia la falta de ética, en tu personaje farsante, que juega con frasecitas de la “comprensión del otro” y el “cuénteme sus problemas”.
-Querida, cálmate estoy en la consulta aún… ¡Cómo se te ocurre! Janis es una persona correcta… Ya hemos discutido esto antes, Isabel, no lo veo pertinente, retomarlo ahora –su tono de voz cambiaba a medida avanzaba el diálogo, incluso tartamudeó un par de veces. Pero el nombre Isabel, me resultó desconcertante. Solté el arma refugiándola en mi bolsillo. Ya no estaba seguro de que fuese el mismo Sergio que el de veinte años atrás. Colgó.

Esperé en silencio mirándolo fijamente mientras ordenaba unos papeles. El farsante sabía que mis ojos buscaban atravesar su carne, leer su alma y dictar alguna sentencia, pero supo disimular bien el caos de su cabeza. Finalmente me animé a preguntar lo que me citaba en aquel lugar.
-¿Se acuerda de mí?
Dejó los papeles levantó la mirada y me miró extrañado queriendo sacarme el disfraz, hasta que finalmente sus pupilas se dilataron y su cara de asombro me llenó de satisfacción. Me temía y eso me dio más confianza.
-¿Javier? –finalmente se aventuró en preguntar.
Sonreí diciendo “el mismo”.

Salimos del despacho en dirección a un bar cercano al edificio, se despidió titubeando de Janis, su secretaria. Era necesaria una conversación sin el protocolo médico-paciente.

El primer sorbo y la cebada deslizándose libremente por la garganta, me regresó a mis cinco años y la cara se me arrugó por un asco preconcebido. A ratos por el sabor, a ratos por el pedazo de carne tóxica y embustera que tenía al frente. Continué tragando hasta asimilar el sabor. Llevaba la mitad del vaso y el doctor ya había acabado con su parte. Volvió a llenarlo y realizó la misma operación hasta que mi vaso estuviese vacío.
Nervioso lo llenó sin preguntar acaso quería más. No me miraba fijamente. Sabía que yo sí lo hacía y el cruce de miradas terminaría por llenar su cuerpo de nervios y sudor pecaminoso.

En la mitad de la segunda botella de cerveza, e intentando corromper el denso silencio, se atrevió a preguntar
-¿Cómo están tus padres? –de todas las preguntas eligió la menos adecuada.
-Dígamelo usted. No fue acaso el causante de que se largara de casa.
-¿Perdón?
-¡No sea cínico, doc! Todos saben que usted y mi madre tenían una relación mucho más íntima. ¡Eran amantes!
-Creo Javier, que estás enfocando erróneamente tu odio…
-¡No me venga con esa palabrería! Arruinó a mi padre, a mi familia y a mi apellido.
-Lo siento. Te lo digo sinceramente, lo siento –no despegaba los ojos del vaso de cerveza, como si algo increíble fuese a pasar en el interior de aquel cristal.
-Ya es tarde para eso. Sólo dígame donde la puedo encontrar y juro que no habrán pendientes con usted –encendí un cigarrillo, y devolví la primera bocanada de humo sobre su cara pálida.
-Pero… no lo sé… En serio, no lo sé –dirigió una mirada de horror. Su cara se había desfigurado del todo. Sentí un poco de lástima por aquel farsante, luego supe describirlo como asco, cuando insistió con frases sin sentido y dejando en evidencia sus andanzas con mi madre– Con mi traslado nunca nos volvimos a reunir.
Me puse de pie, saqué un par de billetes de un bolsillo y los arrojé a la mesa. No hubo reacción, tampoco me siguió.
-Invito yo –mencioné a espaldas y salí del lugar. No soportaba el ambiente, quería respirar antes de perder el control ante su hipocresía. El aire calmaría mis nervios. Arrastraba más dióxido de carbono y cuanta mierda pudiese acumular de un día en esta ciudad, aún así, resultaba un buen placebo al no cargar con las pastillas.
Afuera, ya de noche, me mezclé en el frío y las sombras, esperando a que el doctor saliera del local.

No fue hasta una hora y luego de emborracharse, que se fue trastabillando hasta su auto. Me acerqué con sigilo y de un movimiento, lo aturdí y lo arrojé al interior del coche. Gritando con gracia y un acento de ebrio que “hoy me tocaba conducir a mí”.

Cuando finalmente despertó y me reconociera en el volante, no encontró nada mejor que vomitarse encima. El muy cerdo estaba literalmente cagado de miedo.
Disfruté con cada uno de sus lloriqueos y ese aroma a muerto, me resultó de lo más puro y celestial.

Tras unas cuantas horas de viaje llegamos a un mirador escondido en un cerro a la entrada de Concepción, por la ruta a Cabrero, que hoy sólo es ocupada por camiones. Se reconoce por sus curvas y los tramos sin iluminación que permiten actuar bajo nuestras propias reglas. Todos los otros vehículos prefieren la 5 Sur. En el lugar esperaba mi coche. Saqué al hijoputa y lo arrojé al suelo. Le até las manos e insistí, con golpes esta vez, para que me dijera el paradero de la puta de mi madre.
-No lo sé, no lo sé ¡No lo sé! –repetía presa de su cobardía.
Reflexioné con un nuevo cigarro en mi boca, sin despegarle la mirada. Le escupí. Era el mismo diablo, disfrutando del espectáculo y poniendo orden en mi cabeza. ¡No! era el mismísimo Dios dictando una nueva sentencia.
Arrojé el cigarro al suelo. Retuve el humo lo suficiente, hasta que apagase la colilla con mi pie.

-No tardaré en dar con ella. Tú no pudiste esconderte mucho tiempo.
Saqué el revólver y apunté, con la mirada en llamas, justo en el centro de su frente.
-Javier… por favo…

Un trueno, las aves volando, finalmente la locura se había retirado. Pero el miedo y la confusión seguían instalados y disimularlo me era imposible.
Miré el rostro desfigurado de Sergio, en medio de la suciedad del suelo y como se dibujaba una aureola de bermellón, alrededor de su cabeza. El silencio que siguió al disparo, apuntaba con sus mil dedos hacia mí, como el responsable. No era un vengador, era un asesino.

Tomé el cuerpo y lo metí desesperadamente en el portamaletas de su coche. Manché mi ropa y mis manos con su sangre y parte de su masa encefálica cayó sobre mis zapatos. Era un primerizo en el asesinato y no tuve tiempo de leer el “Manual del buen sicario”.
Abrí el maletero de mi auto. Ahí se encontraban las viejas herramientas de papá. Las junté junto al cadáver del psiquiatra. Saqué las pastillas de la guantera.
Sólo había un lugar donde ir. Mi vieja casa. No podía arriesgarme que encontraran fácilmente el cadáver. Los peritajes de balística no tardarían en dar con el arma responsable. Ya que conocían al Lada en el barrio, toda esta parte de la operación debía hacerla con el auto de Sergio. Han pasado dos décadas pero siempre estarán los mismos vejestorios de mi infancia observando por las ventanas.

Llegué la madrugada del sábado. Era un paisaje desolador. Luego de los rumores infundados por como terminó mi familia en aquel inmueble, las personas optaron por convertirlo en la leyenda urbana de turno. Nadie se salvaba de la locura si entraba en esa vivienda.
Se transformó en el asilo de indigentes. Rastros de pequeños fogones y mantas en el interior, olor a orina en uno de los rincones, graffities en las paredes y el periódico de la semana, daban cuenta de aquello.

Descendí las herramientas para luego instalarme en el fondo del patio y comenzar a cavar. El cuerpo esperaba en el auto. Despejé el centro del patio de la basura acumulada. Estaba en mi barrio, sin embargo era necesario actuar con cautela. Corrí el riesgo de que llamaran a la policía, puesto que al ser el lugar más abierto, el centro del patio era el único que no me perjudicaría en mi labor de enterrador. La tierra era más blanda ahí.

Unos cuantos minutos, parecía toda una jornada, La espalda acalambrada y los brazos livianos por el exceso de adrenalina. Unos cuantos minutos y tras respirar tuve un pequeño lapsus de cordura y medí el tiempo. Recordé todo el camino hasta llegar ahí. Unos cuantos minutos y topé con algo. Sólido. Sabía que no se trataba de rocas ni cañerías puesto que el sonido era un poco más débil y apagado al chocar con la pala.
Escarbé con las manos y enseguida el horror se me encarnó. ¡Alguien habría enterrado un cadáver justo a mis pies! Me quedé helado. Busqué en el bolsillo pero no estaban. Tuve que volver al auto por mis pastillas, sin antes vomitar las tripas que ya se asomaban curiosas en mi garganta. Cuando entré en calma, respirando el aire con rocío de la madrugada, volví a inspeccionar la fosa.

Aún era posible verle escobajos de tela colgándole de los huesos. Se trataba de una mujer. Busqué alguna pista que me dijera algo de su pasado, pero sólo portaba en sus muñecas un reloj familiar detenido, sin anillos en sus dedos y en su cuello un colgante de plata con la siguiente dedicatoria:

“Feliz cumpleaños mamá.
De Javier y papá”


El caos tocó a la puerta de mis pensamientos, volvió a su habitación y armó un mayor escándalo. Respiré profundamente, aún estaba bajo los efectos de las pastillas por lo que sólo dejé correr unas cuantas lágrimas.
Ya no sabía que sentir hacia mi madre, o lo que quedaba de ella. La sombra de su rostro en mi cabeza, fue remplazada por ese pedazo de osamenta mudo y toda memoria que sostuve hasta ese día parecía una gran mentira. Casi una broma. Confundido y sin saber acaso debía quererla nuevamente u odiarla aún más, sólo una cosa era segura esa noche, debía terminar mi trabajo.
Los cuerpos de Sergio y mamá, se volverían a reunir antes del amanecer. Escuchaba el susurro del viento. Era la risa de Dios y del diablo, que arrojaban tomates al payaso de Javier, sobre el escenario y la sátira de esta maldita vida de mierda.

Regresé al mirador antes que amaneciera. Busqué una piedra enmudecido, debía tener el peso exacto. No sabía cuál era, pero tomé mi tiempo hasta dar con la perfecta. La puse en el acelerador. ¿Lo había visto en una película, o lo había leído en algún libro?
Cambié de ropa. Mi camisa la metí en el cargador de combustible, empapándola de gasolina y bañando el interior del coche con ésta. Encendí un cigarro. Puse en marcha el motor, lancé la colilla en brasas al asiento trasero y quité el freno de mano, al mismo que nacía un infierno a mis espaldas. Salí a tiempo para ver el espectáculo.
Actuaba por la inercia de mis recuerdos. Dopado por las pastillas sólo queda confiar en esas estupideces de la televisión y no dejar que los sentimientos te nublen.
El auto de Sergio fue a dar al final del desfiladero, como la carroza de Helios, siendo el clímax una gran explosión y la columna de humo que nacía entre los restos de carrocería.
Con los nervios en las rodillas y brazos, subí al otro vehículo. Las manos pálidas aferradas al volante, con la suficiente fuerza para congelar la sangre, pero no iba a ninguna parte. Tenía tiempo suficiente, pero también tenía ojos a mis espaldas. Ignición para entibiar el motor, no me resultaría gracioso que el “ruso” me abandonara a mi suerte.

Amaneció. Era un sábado de colores apagados. Ya estaba de vuelta en el camino, ordenando mis ideas. Sin embargo, me detenía de vez en cuando para sollozar como un bebé desesperado, para luego continuar con la vista sin alma enmarcada en la nada.
Hice el ejercicio de escribir mentalmente esta historia centrándome en algunos detalles que antes no había tomado en cuenta. Recorrí cada párrafo tomando en cuenta los ruidos al fondo, camisas sucias y llamadas perdidas.
Fue entonces cuando comprendí lo que había pasado. Empecé a temblar. Ya no quedaban pastillas. Recordé las frases de mi abuelo y su “Ojo por ojo”. Le encontré la razón al anciano. No es muy lejano a una justicia orgullosa de su ceguera.
El monstruo estaba suelto. Me acostumbré lentamente a una culpa que perdía toda importancia al volante. Además, ya está decidido. Mañana iré a su banco de plaza y al final del día, no habrá quien lo extrañe.

Sintonicé la radio, hasta dar con algo que mantuviera esa calma. Cómo morfina se inyectó Nirvana y los gritos desesperados de un Cobain recitando una melodía profana “Tell me, where did you sleep last night?”. Todo parecía seguir tal como estaba planeado.

Texto agregado el 21-09-2011, y leído por 135 visitantes. (0 votos)


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