DÓNDE EL SOL NUNCA BRILLARÁ
“Todas las familias felices se parecen unas a otras,
pero cada familia infeliz tiene un motivo para sentirse desgraciada”.
León Tolstoi
Parte I
Sepa usted, hábil lector, que los pliegos en sus manos no son más diestros que siniestros y la tediosa tarea que recae en leerlos, dependerá mucho de su deseo por conocerme. Mas, no revelaré gran parte de mi historia y mucho menos del cuento de mis padres, o como estos se conocieron y sólo descansará mi pluma en conciencia que descubra las motivaciones de mis actos.
La advertencia ya está sobre la mesa. El motor está encendido y la memoria renace al compás de la segmentada línea de la carretera. Cada una de éstas, una imagen. Cada imagen un latido confeso.
Comencemos.
Lo único que guardo de mi madre, son unas cuantas palabras. Con los años se ha borrado su rostro y el tono de su voz. Desapareció de mi vida hace ya dos décadas, cuando era apenas un crío.
Un recuerdo que hoy da zarpazos en mi pecho con más fuerzas, cada vez que estoy detrás el volante, recorriendo incontables caminos, los mismos que se convirtieron en confidentes de mis pecados y hermanos de mis vísceras y pensamientos.
¿Qué a dónde me dirijo? A intentar poner un poco de orden en mi cabeza. Mientras tanto, les contaré por donde –creo- empezó todo.
Tenía siete años. Para ese entonces vivía con papá y mamá en los suburbios de Concepción. Villa Candelaria en San Pedro de la Paz era otro típico barrio dormitorio, donde se establecían quienes buscaban alejarse hostigados de la agitación de la ciudad penquista. Un pequeño inmueble de dos pisos, las hacía de feudo familiar.
Desde mi habitación podía ver el patio de mi casa y el de mis amigos, Juan y Pedro, con los que siempre jugaba durante el día. Era viernes, pero ese fin de semana no les acompañaría en nuestras aventuras de rutina, porque saldría de paseo con mis padres.
Durante la noche, papá se comportó sospechosamente. Lo recuerdo pasar un par de horas sentado en medio del patio, fumando un par de cigarros y tomando un par de latas de cerveza. A esa temprana edad, nunca le encontré gracia al sabor de la cebada, eso sí, no por los consejos infantiles y absurdos que mamá me regaló: “Si bebes, terminarás siendo como cualquier viejo que pide en la plaza. Perdido y hediondo”. Nunca los tomé muy en serio.
El rechazo partió de una anécdota de mis cinco años, Pedro me desafió a que bebiera y para que no se burlara diciéndome cobarde, tomé un poco. No me gustó. Me produjo náuseas y terminé vomitándolo todo esa misma tarde.
El día anterior al viaje, puntualmente, fue muy extraño. Yo salí de clases temprano, porque era fin de semana largo. Le dije a papá que eso pasaría, pero igual llegó tarde a buscarme al colegio.
El color azulino de ese “Lada Tavria” se reconocía a leguas de distancia. Era un auto del año, pero no se veían muchos modelos en los alrededores. Los dueños se sentían, en una primera instancia, elegidos y semidioses paganos.
Su poca circulación se debe en parte al contexto sociopolítico de 1991 en el país. Se respiraba toda esa mierda de regreso a la democracia y predominaba la idea de una apertura de mercado. Esto convertía en una hazaña simbólica introducir marcas de países vetados en dictadura. Lada es de origen ruso y representaba -a su vez- la desesperada intención por expandir negocios de una Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas caída.
Papá estaba orgulloso de su primer coche, pero no tomó en cuenta los sucesos de una década más tarde, con la quiebra de la empresa y el martirio por encontrar repuestos en mercados negros capitalinos.
El mito urbano cuenta que un cargamento llegó a Valparaíso a principio de los ’90. El lugar de destino era Colombia, pero no faltaron los chilenos pícaros que jugando con un par de billetes, lograron descender unos cuantos en el puerto y, a partir de ahí, movilizarse por todo el país. Sé de dos modelos que hasta el 2000 estaban en Concepción y que cada vez que se cruzaban en medio de la carretera o en un semáforo en rojo, los conductores se tocaban la bocina y alzaban su mano acompañado de una sonrisa piadosa. Una señal que los auto-compadecía con la intención de levantar los ánimos por medio de un “Hey, nos han cagado pero no somos los únicos”. Sin embargo, no venía al caso preocuparse por cosas que aún no ocurrían.
Se estacionó, sin apagar el motor. Tenía la música puesta con todo el volumen. Me tocó la bocina para que me acercara. Le pedí que abriera el portamaletas, pero insistió en que dejara los bolsos en el asiento de atrás y que me sentara, rápidamente, a su lado, con el cinturón de seguridad.
Ahora que lo pienso, no tengo memorias de haber visto a mi padre tan acelerado, incluso tartamudeando. Recuerdo que iniciada mi enseñanza básica, comencé también el tratamiento para controlar mi déficit atencional –que al final, no era una cosa muy lejana a comportarse como cualquier niño- y luego de ver a este hombre al volante, estoy seguro que cada síntoma lo heredé de él.
Sergio, mi psiquiatra, me explicó que algunos síntomas eran pequeños temblores al no concentrarme en hacer las cosas bien y por tener un poco de miedo.
El tarado con aires de santurrón nunca fue de mi agrado, aún cuando mamá confiara en él ciegamente. Decía que era una de las personas que realmente se preocupaban por mí. Siempre después de mi consulta me pedía que esperara afuera, mientras conversaba con él a puertas cerradas. Éramos los últimos en la lista. Ningún alma en el piso a esas horas. No era necesario ser un genio para dar cuenta de lo que secretamente ocurría.
Estaba de vacaciones o se cambiaría de ciudad supongo, porque en la última sesión, días atrás de ese fin de semana, Sergio me comentó que comenzaría a tratarme con alguien más. ¡Maldito gusano de la inmoralidad, sediento del pecado de la carne!
En fin. Para redondear la historia y no explayarme demasiado, me recetó unas pastillas para esos síntomas. Apenas cinco años, algo más, y ya tenía algunas rutinas claras. Trayecto colegio a casa, las tareas antes de la televisión y el horario de las pastillas.
El ruido era insoportable. Sabía del gusto de mi padre por la música de negros norteamericana, conocía las historias de Muddy Waters y Otis Redding al revés y al derecho, pero preguntarle sobre su bisabuelo era un recorrido nebuloso. Aún considerando esto, escuchar a ese bluesman cantando con la garganta destrozada y agridulce “In the pines, in the pines, where the sun will never shine” no era para nada atractivo a un crío de mi edad. Sonaba más fuerte en el parlante de atrás, digo porque se sentía un golpe algunas veces. Extraño puesto que sólo se trataba de guitarra y voz. Ese era el estilo de Leadbelly. Insisto, a mis siete años no sabía eso, sólo escuchaba a un tipo desafinado y sin ritmo, en un casete con muy mala calidad de sonido.
Una curva y nuevamente el golpe de acompañamiento. Miré a ver si se había caído mi bolso, pero éste se encontraba tranquilamente en el lugar donde lo dejé.
-¿Qué fue eso? –pregunté, pero no hubo respuesta.
-¿Papá?
Nuevamente un silencio. Pensé que no me escuchaba por el ruido dentro del auto.
-¡Papá! –volví a preguntar, ahora un poco más fuerte.
-¿Ah? Sí hijo, no te preocupes. No es nada –fue cortante para no seguir dando vueltas con el tema.
-¿Cómo estuvo el colegio?
-Aburrido. Nunca pasa nada para esta fecha –fin de semana largo y tanto profesores como alumnos, esperan impacientes el timbre de salida. Quemando tiempo, con alguna película de moda, que no cuadra con matemáticas.
No despegaba la vista del camino. Era cómo conversarle a una pared. De eso se quejaba mamá todo el tiempo.
-¡Papá, no me estás escuchando!
-¿Ah? Que bueno hijo.
No seguí hablándole. No me estaba tomando en cuenta para variar.
Cuando ponía muy fuerte el volumen del televisor, mi papá era el primero en retarme y decirme que lo baje. ¿Por qué no era lo mismo con él? Me quejé de esa injusticia por un tiempo. Una actitud que hasta ahora último no entendía. Si al menos escuchara buena música.
Una vez que llegamos a casa, me cambié de ropa y prendí el televisor en la sala de estar. Al entrar papá cargado de paquetes, le pregunté si necesitaba un poco de ayuda pero me dio la negativa.
-No te preocupes. Sigue viendo tus caricaturas, hijo. Queda sacar una cosa más del auto –dijo.
Recuerdo que esto último no me molestó, más bien, resultó una alegría, porque a esa hora daban Máxterix Z. Era sólo otro niño fanático de ese programa. Además, estaba la posibilidad de que no tenía con quien jugar en la población. Juan iba a ir al campo de su abuelo y Pedro visitaría a su papá que no vivía con él, aprovechando el fin de semana largo.
Al rato volvió a aparecer papá, con la camisa sucia, sudando y con los ojos rojos e hinchados.
-¿Te caíste? –le pregunté.
-¿Ah? No. Un pequeño trabajo de jardinería. Tu madre y sus flores. Me cambio de ropa y enseguida salimos a comer algo. ¿Dónde te gustaría ir?
-¡Mc Roland! Pero primero, termino de ver Máxterix Z –mis dos vicios de niñez. La comida grasienta y el quemar horas frente al televisor. ¿Y de quién no?
-Sí, enseguida partimos –dijo con una sonrisa a medias y se fue a bañar.
Subí al auto. Él ya me esperaba sentado y estático. Encendió el motor apenas cerré la puerta. Partimos sin apuros, sólo que ahora sin escuchar música.
Quise encender la radio, y su reacción fue totalmente distinta al viaje desde la escuela. Inmediatamente bramó enojado que lo hiciera con volumen moderado.
-¡Me duele la cabeza! –se excusó.
Me tragué las ganas de pelear. Sin hacer escándalos. No quería darle excusas, para que no me llevara a Mc Roland. Llegar ahí era suficiente recompensa.
En el trayecto sonó un celular –era uno de esos modelos grotescos casi sacados de alguna película de ciencia ficción o de algún libro de Asimov- seguramente era mamá llamando del trabajo, preguntando a donde iríamos y pidiendo disculpas por su ausencia. Observó el aparato pero no contestó. Su rostro comenzó a enrojecer y sus ojos se dilataron. Volvió a ponerse nervioso al mismo tiempo que sus fosas marcaban con énfasis cada respiración. Era ella, que duda cabía.
Papá sospechaba que algo andaba mal y como terminaría todo. El teléfono paró de sonar.
-Vamos a apagar esto. Es muy peligroso distraerse mientras uno maneja –y tras decir esto no hubo más molestias en la ruta.
Fue una tarde muy entretenida. Ya en casa, busqué a mamá en su habitación para contarle todo, mientras mi papá revisaba la contestadora. Ella no estaba en ninguna parte. Tendría trabajo aún.
Cada vez que eso ocurría, llegaba en la madrugada. Se sentaba a los pies de mi cama. Por mi parte fingía estar dormido, aún sabiendo que se trataba de ella. Me pasaba la mano suavemente por la cara y me cubría con las frazadas. No recordaré su rostro, pero sí la suavidad de sus manos.
“Carmen ¿Estás enferma?, ¿Por qué no fuiste a trabajar hoy? Te llamó, “tú sabes quién”, mencionó algo de un viaje”, “¡Contesta tu celular!”. Eran algunas frases que escuché al regresar despacio al living.
-¿Qué pasó con la mamá? –pregunté desconcertado.
Apagó la contestadora en el acto. Se dio vuelta con brusquedad. Su cara era de sorpresa, rabia y espanto. Se había deformado tras los primeros sorbos de su cerveza Me era alguien totalmente desconocido.
-¡Nada! –respondió fuerte al tiempo que alzó una mano mientras se acercaba hacia mí. Pero se detuvo casi instantáneamente.
-Mejor te vas a la cama. Ya es tarde –dijo calmando su voz sin éxito. Aún su pecho respiraba agitado y su mano descendía temblando, en cámara lenta.
Algo pasó es seguro. Un fugaz recuerdo de las risas en el despacho de Sergio mientras esperaba afuera. Pero puede que mi imaginación estaba jugándome una mala pasada. Me fui a dormir. Al rato se abrió la puerta del patio y vi a papá sentarse en el centro de éste, con sus cervezas y cigarros.
Parecía un espantapájaros. Era un suspiro decadente del héroe que antaño me cargaba sobre sus hombros. Finalmente pude conciliar el sueño. Mañana me esperaba un día de paseo, quien sabe dónde.
En la mañana y medio dormido, vi una silueta familiar que estaba sentada en mi cama. Desperté para saludarla. Era sólo un crío, nada aprendía aún de guardar rencores. No la había visto durante todo el día anterior.
-¡Mamá! –dije, pero me quedé sorprendido al notar que no se trataba de ella, sino del espantapájaros de la noche anterior.
Papá no durmió y tenía la cara hinchada, cómo cuando uno llora mucho. Finalmente me miró y dijo.
-Javier, la mamá no va a volver.
Poniéndose apenas de pie, me ordenó que empacara mis cosas y explicó que me llevaría a donde mis abuelos por un tiempo. No sabía si debía llorar o enojarme. En realidad no tenía idea de un carajo.
Sentí deseos de contarle lo que ocurría al final de las visitas al psiquiatra. No tenía mucha idea entonces de que significaba, pero sentía que algo estaba mal. No dije ninguna palabra. Papá ya tenía bastante con tragarse las frases y gestos que me mostraran su vulnerabilidad, aún cuando no consiguiera disimularla.
Nuevamente en el auto. Dos desconocidos de la carretera, mi padre y yo. Ya no me animé ni siquiera a encender la radio. Aún expelía ese hedor a alcohol de los poros, que combinaba a la perfección con su mirada desorbitada y su aliento a vómito y tabaco.
Entre balbuceos mencionó que me quería, que siempre será así. Que puede que escuche cosas desagradables acerca de él, pero me aseguró que ninguna sería cierta.
La última memoria que tengo de esa casa durante mi niñez, es cuando ya montado en el auto, me hinqué en el asiento del copiloto, para ver como se alejaba mezclándose con el resto del paisaje, a través del vidrio trasero.
Nunca he vuelto a poner un pie ahí, ni me dejaron volver. Tampoco tuve tiempo de despedirme de mis amigos Juan y Pedro. No hubo música, ni palabras en el camino. No fui más a las sesiones con Sergio y ya ni siquiera me gusta la comida de Mc Roland.
Ya instalado donde mis abuelos, papá conversó algo con ellos, luego se despidió con un beso en mi frente.
-Hasta el lunes –dije.
Sonrió, dio media vuelta y se alejó sin mirar atrás. |