“Mucho más temprano que tarde, se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor". Estas palabras, pronunciadas a través de la radio por el presidente chileno Salvador Allende poco antes de morir tras un golpe de estado llevado a cabo por militares felones, no sólo están cargadas de emoción y de aliento poético, sino que retratan además la dignidad y entereza de un hombre de bien. Quiero llamar la atención sobre el papel crucial de la palabra “alamedas” a la hora de dotar a la frase de la conveniente dosis de de emotividad y poesía. ¿A qué se debe esta circunstancia? ¿Nos vendrán a la memoria los álamos dorados de Antonio Machado? ¿Hay alguna connotación épica derivada de la famosa batalla de “El Álamo”? ¿Es una simple cuestión fonética? ¿Puede ser que la influencia vaya en sentido contrario y que el tono lírico general de la frase se le contagie a cada una de las palabras que la componen?
El Paseo del Prado de Madrid, que une las plazas de Cibeles y de Neptuno, está adornado con unos majestuosos plátanos de sombra. El nombre de estos árboles proviene del griego y hace referencia a la anchura de sus hojas. No tiene nada que ver con los plátanos ni con ninguna otra fruta más o menos tropical. Sustituyamos en la frase anterior a los susodichos álamos por estos otros árboles no menos solemnes. “Mucho más temprano que tarde, se abrirán las grandes plataneras por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor". ¿Chirría, verdad? ¿Será porque nos vienen inmediatamente los plátanos a la mente? Quizá, como en el fondo nunca llegamos a superar del todo la infancia, los plátanos nos parecen algo jocoso debido a su marcada simbología sexual. O quizá el álamo sea más prestigioso que el plátano de sombra simple y llanamente porque, en España, las cosas que no producen nada suelen tener más prestigio que las que sí lo hacen (aunque ya hemos dicho que el plátano de sombra no produce ningún tipo de frutos, inconscientemente no terminamos de creérnoslo). Recordemos la importancia que en nuestra historia han tenido los hidalgos y el matiz peyorativo con el que siempre ha contado el trabajo manual. Son conjeturas.
El caso es que estaba paseando la otra mañana por el Paseo del Prado, contemplando sus hermosos plátanos de sombra cuando me crucé con Leonardo Padura. Obviamente, a pesar de su apariencia bastante definida, con su tupida barba y su omnipresente habano, me entraron dudas de que pudiera tratarse de él. Era mucha casualidad. Más, tratándose de un escritor cubano, habida cuenta de que supongo que no resulta nada fácil entrar y salir alegremente de la isla. Así que, nada más volver de mi paseo, me enteré a través de internet de que en esos días Leonardo Padura se hallaba de visita en Madrid para asistir a una serie de conferencias en torno a la novela. O sea, que era él.
A pesar de haber leído sólo una novela suya, tengo a Leonardo Padura por un grandísimo escritor, uno de los mejores de la actualidad. No he leído ninguna de sus novelas de género negro protagonizadas por el policía Mario Conde. Supongo que estarán muy bien. Pero lo que sí puedo afirmar rotundamente es que su novela histórica “El hombre que amaba a los perros” es maravillosa. No sólo está espléndidamente escrita, sino que además refleja la exhaustiva documentación que ha manejado el autor. Básicamente la novela es un tapiz compuesto con tres hilos. El primer hilo es la historia del periplo seguido por Trostky a través de medio mundo para poner su vida a salvo de la saña criminal de Stalin. El segundo hilo es la historia de Ramón Mercader, el asesino de Trotsky, desde su juventud en la Guerra Civil española hasta sus últimos meses de vida en Cuba, pasando por su adoctrinamiento por los servicios secretos soviéticos para cumplir la misión que el destino le tenía encomendada. El tercer hilo es la historia de un escritor cubano que conoce a Ramón Mercader en su retiro cubano, ya mayor y enfermo.
No soy nada aficionado a las alabanzas y creo, además, que son mucho menos literarias que las críticas, ya revistan éstas la forma de sutil ironía o de encendido sarcasmo. En este caso he hecho una excepción porque ya digo que el libro me entusiasmó. Esta reseña está hecha en señal de agradecimiento. Hay veces en que, después de leer un buen libro o ver una buena película, sientes que el autor te ha dado mucho más de lo que esperabas y mucho más de lo que has pagado por ello. De alguna forma te sientes en deuda. Me ha pasado con este libro y me pasó también, por ejemplo, con la película “El Sur”, de Víctor Erice. Otras veces me ha ocurrido justo lo contrario. Recuerdo que después de ver la película iraní “El color de las cerezas”, me sentí tan estafado que me acerqué a la taquilla para recomendar a las personas que hacían cola que no entraran en la siguiente sesión.
La conferencia tuvo lugar en la Casa de América. El título era “La novela, la barbarie y la condición humana”. Acudí dispuesto a pasar un rato ameno, pero aquello de ameno tuvo poco. Creo que el adjetivo que mejor definiría el discurso es el relativo al elemento del sistema periódico con número atómico 82 y perteneciente al grupo del carbono: plúmbeo. Aunque supongo que a los intelectuales, a los eruditos y a la gente sesuda, en general, les encantaría. A pesar de todo, mi admiración por el escritor no disminuyó un ápice. Terminada la conferencia, hice algo que no había hecho nunca antes y que dudo que vuelva a hacer, ya que no soy nada mitómano: le dejé a firmar mi ejemplar de “El hombre que amaba a los perros”. Le dije que era uno de los mejores libros que había leído últimamente. No tardé en arrepentirme de haber sido tan comedido. Sólo me faltó añadir “de entre los libros escritos por cubanos el año 2009”. A continuación le pregunté: “Supongo que te lo has currado, ¿no?”. Él me dijo que le había llevado cinco años de intenso trabajo. No pude haber estado más frívolo: “supongo que te lo las currado, ¿no?”. Una pregunta para la historia. Cuando, al cabo del tiempo, fui a leer la dedicatoria no pude descifrarla. Tras varias horas en el empeño, lo logré: “Para mi amigo Juan, esta historia de ilusiones perdidas”. No podía haber realizado un resumen más acertado y sucinto del libro: “una historia de ilusiones perdidas”. La ilusión de la camaradería, la ilusión de la abolición de la explotación humana, la ilusión del comunismo, en definitiva, se trocó en la devastadora realidad totalitaria del estalinismo.
Ya para terminar estas digresiones, quizá debería disculparme por el titulo. Está claro que no llegué a conocer a Leonardo Padura. Un apretón de manos y una firma no son suficientes para conocer a nadie. He faltado a la verdad (he mentido, vaya), pero no me digan que el título no merecía la pena. Además, ¿qué otro título podía poner? ¿El día que me encontré por casualidad a Leonardo Padura mientras paseaba? ¿ El día en que estreché la mano de Leonardo Padura? No había color.
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