En los domingos no hay mucho que hacer. Después de la feria, Jacqueline y su madre se dedican a ver películas toda la tarde. Los muebles se encuentran repletos de dvd’s y en el living las imágenes de Elvis Presley y James Dean aluden a toda una época nostálgica.
El gato “kuchín” se regodea entre las manos cariñosas de Jacqueline, quién pese a no ser precisamente una vieja tampoco ya es tan joven, a pesar de aquello, no cuenta con mayor apuro de casarse, idea que intenta meterle su madre en la cabeza a como dé lugar, tras incontables ocasiones en que le ha reiterado con urgencia, su enorme ambición de convertirse en abuela y llenar de nietos esa casa vacía y tan inmensa, donde ambas se encuentran como un par de almas en pena, acompañándose fielmente en su destierro de mujeres solitarias.
Jacqueline solo piensa en la perra, el gato y los canarios, en esos seres nobles que no se enfadan y que no piden nada más que un poco de atención y afecto genuino. Con ellos llena sus días y la pasividad de las horas en que el tiempo inmisericorde pareciera haberla olvidado entre todos sus olvidos y recuerdos borrosos.
Este domingo se han levantado con ganas de innovar, cansadas de la aplastante monotonía que les agobia. Planean romper decididamente con su rutina habitual y hacer al menos alguna vez algo distinto, un acto de redención que las libere de anestesiarse siempre entre las cuatro paredes frente al televisor. La satisfacción y la confianza de hallarse recién pagadas es lo que más ha incentivado sus afanes de cambio y aquella extraña y repentina necesidad de salir un domingo por la tarde como nunca lo han hecho.
Caminan como autómatas por Patronato, animadas con lo poco y nada de sol que ha salido, cosa inusual en una estación de crudo invierno. Se insertan por calles y galerías con entusiasmo de niñas que nunca hubiesen visto el mar, su parque de diversiones consta de múltiples vitrinas, donde la ropa y los zapatos ejercen el efecto de un imán. Son tantas las cosas que podrían comprar. Encandiladas se dejan llevar por los impulsos y los nervios que experimentan al entrar a cada tienda, sin embargo, Jacqueline no compra a la primera, regodeona con todo y para todo, siempre ha de hacer gala de su ojo “clínico” para detectar lo que realmente le interesa o lo que sí resulte ser verdaderamente una ganga, tratando de adjuntar precio y calidad.
Ya cargadas de paquetes, caminan por la calle con la idea de regresar, no obstante, Mariana, la madre, le objeta a su hija que han olvidado lo más importante, siendo imposible volver a casa sin más ni más. El matrimonio de su sobrina Emilia, ese no ha de ser un acontecimiento irrelevante como para obviar los atuendos con los que asistirán, por otra parte, lo de un casamiento no es algo que suceda todos los días, considerando ella que los jóvenes en la actualidad, se encuentran extrañamente renuentes a escoger este camino tan pleno de felicidad. Se dice esto a sí misma, recalcándoselo convencida, además quiere ir acompañada de su hija y que esta luzca lo más espléndida posible, a ver si en una de esas conoce a alguien y se le pega el entusiasmo por casarse, que bien bueno que estaría.
Juntas ingresan a un mercado chino. Emilia dijo que la recepción después de la Iglesia sería una entretenida fiesta de disfraces. Mariana y Jacqueline han decidido vestirse de geishas sin mayores preámbulos. Aparte de ser la ocasión perfecta para divertirse, piensan que toda la vida han tenido la fantasía de ser putas o algo parecido, como tantas otras mujeres, pero que lo harían realidad de la manera más discreta y elegante posible, como las más exóticas y virtuosas mujeres del oriente.
La gran mayoría de los kimonos los hallan lindos, incluso hermosos, aunque Jacqueline termina por desesperar a su madre una vez más. Como siempre necesita “enamorarse” de algo para poder llevárselo. Mariana deplora esta actitud, esta manía totalmente arraigada en su hija. Tarde o temprano se horroriza al comprobar que esta postura, se corresponde ciento por ciento a la hora de elegir algún hombre.
- Ay Jacqueline, niñita. ¿Por qué te demoras tanto en escoger alguna cosa? Ya llevamos mucho rato aquí.
- Mamá, tú ya sabes que necesito algo que me guste de verdad, algo que no vaya a dejarlo tirado por ahí, sin ánimos de usarlo.
- Ay mijita... Siendo así nunca encontrarás marido, no sé a quién saliste tan tozuda.
- Mamá, déjese por favor, no quiero pelear hoy día con usted.
La indecisión de Jacqueline se va tornando “patológica”, no sabe si decidir entre el rojo, el blanco o el violeta. Le gustan todos a la vez, pero no siente especial afinidad por ninguno de los que revisa, o tienen algún detalle o no lo tienen, que una flor o que una mariposa de más o que una flor o que una mariposa de menos, o que esto y lo otro, que la faja muy amplia o muy estrecha. Piensa en voz alta, discurriendo en un monólogo permanente, cuando su madre ya no resiste más la espera y se ha decidido prácticamente por no hablarle.
Mientras sigue comparando los kimonos, Jacqueline advierte que está siendo observada, no sólo por su madre, sino que también por el hombre que se encuentra detrás del mostrador. Sutilmente le echa una mirada, a la cual el individuo corresponde con una ligera sonrisa, ella igualmente se sonríe y para su sorpresa el tipo le agrada, lo que no deja de ser insólito, porque rara vez ha intercambiado miradas y sonrisas con un hombre, sobre todo tratándose de un desconocido, sin embargo él, aparte de notarse alguien tranquilo y educado, se asemeja bastante al protagonista de su teleserie favorita de internet, un coreano que en arrojo y valentía no tiene nada que envidiarle al más avezado de los samuráis, además de sentirse atraída y cautivada por esos ojos rasgados y su cutis de porcelana.
Mariana se hace la desentendida, aun cuando conoce tan bien a su hija que no le resulta difícil percatarse de que el chino le ha gustado, piensa en lo extraño que ello ocurra, pero bueno, que de vez en cuando tiene que pasar, a ver si en una de esas la soltería la abandona y quizás... Aunque dejándose de bromas, tampoco se halla muy conforme con la idea de aceptar un yerno de raza oriental, sus nietos con ojitos achinados podrían confundirse fácilmente con niños que tengan síndrome de down, sin embargo, al cabo de un momento estima que ese detalle sería insignificante y que lo que realmente vale es que a la tarada de su hija se le ocurra casarse, aún si el peor es nada fuera indio, negro o musulmán.
Jacqueline por fin se ha decidido y llevará el blanco para que haga mayor juego con el motivo de la invitación y para que resalte aún más el contraste con su cabello azabache. Mariana abre los brazos hacia el cielo y no con poca sorna exclama. - ¡En hora buena, en hora buena, gracias a Dios, que ya creía estar echando raíces!
¿Cheque, taljeta de clédito o efectivo?- pregunta el oriental, contemplando fijamente a Jacqueline. En efectivo responde ella, mientras extrae de su cartera los billetes en forma pausada, como si quisiera demorarse toda una eternidad en sacarlos, aprovechando al máximo el poco tiempo que le queda de hallarse frente a él. Ambos vuelven nuevamente a sonreír, como por arte de magia y sin existir ningún motivo aparente. Jacqueline le alcanza finalmente los billetes y él tras contarlos brevemente, hurga tanteando a ciegas en la caja registradora para devolverle el vuelto, sin preocuparse en la alta probabilidad de equivocarse debido a lo negligente de su actuar.
Sus ojos se descubren imantados, como si nunca en su vida hubiesen visto algo tan fabuloso delante de ellos, como si pudieran atravesarse y leerse los pensamientos. Cupido podría hallarse totalmente satisfecho por su tarea. Mariana no cabía en sí de su asombro, perpleja ante aquel flirteo descarado, no sabia muy bien como reaccionar y sí debía hacerlo de algún modo, se declaraba absolutamente sobrepasada por la situación y solo atinaba a mirarlos con disimulo, prefiriendo quizás la alternativa más fácil, la de seguir haciéndose la tonta.
En la calle no se hablaron por un buen lapso de tiempo. Mariana se limitaba a silbar entre dientes y a estudiar de manera solapada cada expresión de su rostro. Así se mantuvieron por un rato considerable, eludiendo transeúntes y doblando las esquinas, balanceando sus paquetes en medio del tráfico y los bocinazos, algo imprudentes, apuradas, no teniendo muy en cuenta la discordancia de los semáforos que alternaban entre verde o rojo de forma intermitente.
En Avenida Recoleta bajaron el ritmo de su marcha, había mucho que mirar. Los puestos establecidos con permiso municipal y los vendedores ambulantes abarrotaban las veredas con sus mercancías, entre las cuales podían obtenerse a veces cosas buenas y a precio conveniente, por una ganga, como siempre decía Jacqueline. Ambas se detienen frente a uno de estos negocios. Jacqueline argumenta que se encuentra pobre de ropa interior y que los alambres de sus sostenes la atormentan, que preferiría ser india para así evitarse la tortura de tener que soportar toda la vida el deterioro de estas prendas, con su consabida factura después de durar prácticamente la nada misma. Mariana, jugando su rol de madre posesiva, se entromete como siempre, que elija tales calzones o que escoja entre tales y tales sostenes, Jacqueline no se encuentra de humor en ciertas ocasiones, como para que le impongan lo que tiene que usar, lo que debe ponerse o lo que no y su madre ahora, como en ningún otro momento, redobla sus esfuerzos por “sugerirle” lo que tiene que llevarse, aquello con lo que se sentirá más cómoda y mejor.
- Ay mamá, yo veo, yo veo, no siga revolviéndola, yo quiero decidir lo que voy a ponerme.
- Hija mía, no te estoy obligando a usar una u otra cosa, solo te muestro lo que es mejor para ti.
- Mamá, es lo mismo, tú siempre quieres resolverlo todo por mí.
- Te equivocas, mejor dicho, sé cuando te equivocas y en este minuto te vas a equivocar.
- ¿Por qué? ¿Tú crees que soy tonta? ¿Qué ni siquiera soy capaz de comprar lo que necesito?
- No, no eres tonta en absoluto, lo que pasa es que ahora tienes “pajaritos” en la cabeza, después de quedar mirándote casi el día entero con ese joven, si no te apuro que te podrías haber instalado ahí durante toda esta temporada invernal.
- ¡Ahhh!!! era eso, por eso que te habías puesto tan rara mamá, bueno, mira… ¿Te digo una cosa? Me gustó harto el chico ese, que harto, me gusto muchísimo y sé que no te gustan los chinos y qué, ¿qué? ¿También te vas a meter esta vez? De buena gana regresaría nuevamente, para repletar mi closet y vestirme de geisha toda mi vida en adelante si fuese necesario.
Caminan en dirección al metro, hablan de mil cosas por hablar, de insignificancias, de cosas que no tienen importancia alguna. Paran en alguno de los puestos de vez en cuando, regatean por el precio de los artículos, fijándose en algún accesorio que encuentran injustamente caro. Luego cruzan la avenida para detenerse unos instantes, junto al grupo de vendedores ambulantes que pululan cerca de una esquina. Mariana se entretiene al probarse las bufandas y chalecos que son tremendamente abrigadores y que desde donde los trae la señora que los vende, que son tan monos, peluditos y tan “parafernálicos”.
Jacqueline bosteza, no le hace caso, prefiere obviarla y mantener la mente y la mirada ocupada en otro tipo de sandeces distintas de las suyas. Se deja llevar por la voz de un hombre que vende su mercadería al lado de un poste. Tiene relojes de diversas clases y bandejas metálicas que resplandecen, cegándole la vista por muy leve que sea el reflejo del sol colándose por entre las nubes. Jacqueline se siente nerviosa en ese lugar, frente a ese hombre, no sabiendo muy bien porqué. Ya sería demasiado que le llamaran su atención todos los hombres con los que se topa por la calle, ni que fuera perra en celo o qué diantres, ni que fuera este su padre, del que nunca supo ni de su sombra, aun cuando este era muy joven como para serlo, sin embargo había en él algo tan familiar, abrumadoramente conocido en la mirada y en los gestos. Paralizada de súbito, desea restar crédito a lo que sus ojos están viendo. Permanece pálida, muda, como si su lengua o cualquier otro miembro de su cuerpo fueran incapaces de ejecutar alguna orden racional.
- ¿Manuel?- espeta incrédula.
El joven se queda atónito ante la pregunta, ahora observa a Jacqueline con ojos tristes y abatidos, con una expresión lánguida que oscurece su rostro.
- ¿Manuel? ¿Eres tú? ¿Eres tú Manuel?- interroga ella impaciente.
- Si, soy yo, aquí como me ves- responde Manuel desganado, con enormes ansias de desaparecer.
- Tantos años, tantos años sin saber de ti- agrega Jacqueline emocionada.
- Bueno sí, este, verás, yo...
- Lo pasábamos tan bien juntos, éramos unos niños los dos.
- Ya lo creo, ya lo creo, otros tiempos ¿no?
- Sí, otros tiempos manolito, otros tiempos.
El gentío se evapora, los alrededores, todo se disipa. Manuel y Jacqueline enmudecen contemplándose por largo instante, ensimismados en la pausa del azar, de ese destino casual que solo a veces nos regala un poco de luz, rayos de sol y espejismos, ilusiones que no tardan en desvanecerse.
- ¡Arranca Manuel huéon, arranca! No te quedes ahí parado que vienen los pacooos - le grita fuerte uno de sus compañeros.
Manuel despierta y recobra la conciencia, se sacude como puede del hipnótico trance en que se hallaba sumido y recoge con prisa los bártulos tendidos junto al poste. Jacqueline le ataja cerrándole el paso, se aferra a su mano pronunciando su nombre de modo entrecortado. Manuel finalmente se aleja, cruza la avenida, se vuelve, le lanza una mirada resignada que bien podría ser la última, para siempre. Se incorpora y corre a toda velocidad, como el viento de un ciclón, como un jet supersónico, como un concorde, los pacos jamás le darán alcance.
Mariana llega al lado de su hija, la ve llorando a mares, a raudales, millares de lágrimas son las que cubren su rostro. No entiende lo que le pasa, está intacta, con todas las bolsas y sin magulladuras en la cara que delaten un asalto o cualquier otro tipo de percance. No le pregunta nada, por el momento se limita a abrazarla, a consolarla como cuando era una bebita. Ya más tarde comprenderá todo.
- Mamá, vamos a casa, vámonos a casa pronto – le suplica.
Jacqueline no deja de refregarse los párpados, con mucho trabajo abre los ojos y los dirige hacia el espacio en el que tanto había reparado antes. Se deshace de los brazos de su madre y se agacha cerca del poste para recoger algo, algo que en otro momento no lo habría considerado relevante, una pista, una señal. Sonríe despacio, aturdida de emoción, un celular, el celular de Manuel que tal vez cayó de sus bolsillos al correr.
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