Luz?
Ni en su tez, que no era oscura, ni luminosa.
No por casinegra-casiblanca. No por sus flojos dientes postizos, que movía como dos chalanas, la de arriba invertida, bajo olas de labios que hablaban y no sostenían. No por su mirada torva y esa perfidia que no podía ocultar ni cuando sonreía actoralmente. No por pegarles a sus hijos, hasta el Ñato, nunca al Manso, menor que los otros cuatro. No por obligar a Delmira, la mayor, a cuidar de sí y los hermanos que iban llegando, cuando debió estar jugando en el glorioso himeneo de la pubertad. No por haber manejado la vida de su marido, de toda su vida; de haber manipulado conscientemente los hilos de sus brazos y sus piernas, de hacerlo hablar con esa ventriloquia de quienes no son, esclavos quién sabe de qué. No por el mal-trato vil a su suegra, una vieja de ochenta años que no paraba un momento de moverse, siempre-estaba-haciendo-algo, capaz de sonreír cada mañana con sonrisas diferentes y sus dientes, ajustados. No por involucrar a toda la familia en la calesita de “espacios a adeudar”, anotando a cada hijo en la titularidad del teléfono, luego del agua corriente, más tarde de la electricidad, posteriormente en los comercios, las tarjetas de crédito, las empresas prestamistas, para jamás pagar, ensuciando así el nombre de cada quien (en el suyo la oscuridad impedía que se a-notara una sola mancha mas). No por arruinarle la cabeza y la vida a Delmira, que no quiso pero luego quiso tener su hijo a los diecisiete; tan luego a ella, la más bella de todos, la más dulce, la más desamparada, la más deseada. No por la curva de su espalda que la iba jorobando. No por cínica. Ni por fea. Es por certificar la existencia del mal.
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