She says “wake up, it’s no use pretending”
(Iron &Wine, Naked As We Came)
Lleva gafas de sol, alargadas, algo excéntricas, de estilo imposible. El tipo de añadido que usa alguien que no necesita extras y, por lo mismo, puede llevar encima lo que se le venga en gana. Cristales café oscuro. Me incomoda no saber si me mira cuando lo miro o se entretiene con la decoración.
Me habría molestado en cualquier parte, pero aquí es peor, queda fuera de contexto. He visto extravagancias en mis clientes, pero nunca uno aparentemente cómodo en ropa interior y, sin embargo, resuelto a ocultar sus ojos. Mi clientela está compuesta mayoritariamente de mujeres y ellas parecen no querer ocultar nada, ni de su cuerpo, ni de su mente.
Trato de enfocarme, pasarlo por alto, pero no puedo evitar especular. Un accidente, no, todo en él parece saludable. Hasta diría haberlo visto en algún cartel como modelo publicitario. No. Quizás lo confundo. Imagino que tiene un ojo de vidrio producto de una esquirla en un choque frontal o un accidente casero o un tumor o una infección. Aunque puede que exagere y no sea más que un hematoma. Bebió de más, terminó en una riña callejera y lo noquearon.
Callados, él y yo. Sólo hago mi trabajo, nunca pregunto demasiado. Es demasiado en sí, demasiada piel, demasiada intimidad. Él se aísla tras sus anteojos y yo me atrinchero en la rutina, pienso en el cheque del arriendo del mes, en la parafina que se agotó en casa. Soy un pensar flotante, suspendido.
El resto es baile. En otro tiempo fue distinto. Nunca fui bueno con los nombres, pero de tantos cuerpos que toqué, podría haber hecho un catastro de cómo se comportaba cada piel. Su textura, la firmeza presente o perdida, las marcas, las cicatrices, el olor. Hay pieles que huelen a almendra, otras a avellana, otras sólo llevan un olor ácido, indefinible, escueto y distante. Me gustaba la idea de ser un coleccionista de piel. Me gustaba acumular sensaciones en mis dedos, como un niño acapara láminas o estampillas.
-Tienes buenas manos-. Su voz busca ser cordial, complaciente. Miro mis manos, palmas amplias, fuertes, dedos largos, en ellos la textura residual del aceite. Agradezco mecánicamente, un gesto, un intento de sonrisa. Antes de irse, pone su mano en mi hombro como si nos conociéramos de años.
Pienso en Ana, en que tal vez le contaré lo de los lentes.
Dejo mis manos bajo el chorro de agua caliente por minutos. Desisto de restregar, su estela se va conmigo. Enciendo un cigarro, me echo al hombro el saco de sábanas por lavar, apago las luces, cierro con llave, bajo al primer piso. Ahí está don César, me mira, inclina la cabeza en señal de saludo y pulsa el botón que abre la puerta.
Hace frío. Guardo mis manos en los bolsillos, sacudo la cabeza y pienso,
mientras camino a casa, qué le diré a Ana. Ana, la de frases rebuscadas, romántica incurable, cursi hasta la saciedad. Con ella el mundo pierde en sustancia y gana en ideas. Siempre pensé que la realidad se construye por adición, sumas: cosas, gente, canciones, concepciones de vida, experiencias, desilusiones, muertes. No soy bueno para las jerarquías. Eso diré.
De noche hay alcohol o café, un teclado y una pantalla. De noche hay un reducto aislado. Mi cuerpo en el olvido, como si quedara colgado en algún gancho, afuera. Como un eco, la presión de los dedos en las teclas, una presión fantasmal, despreciable.
Así conocí a Ana, que en realidad no era Ana, sino JaneMaple y fue Ana luego, al pasar de los meses. Acorde a mis reglas, nunca la he visto en persona. No es nada mío.
A ella le gusta hablar de sí, pero siempre en abstracto. No sé dónde vive, no sé qué le agrada desayunar o cómo se recoge los cabellos para tomar una ducha. Hablamos (con esa forma extraña que subdivide el discurso en frases sueltas, escritas con ritmo entrecortado) de la vida, de la libertad, a ratos de problemas ajenos, de eso que llaman bien común. Y jugamos, todas las noches.
Como los superhéroes de las historietas, me divido en dos. Desde mi departamento de 45 metros cuadrados con vista al sur, construí mi castillo y el puente desde el cual se ve el jardín de JaneMaple y su casa. Ella tiene más flores, yo más árboles. En la ciudad debe haber más de treinta juegos que ya probamos. JaneMaple parece ser tan insaciable como yo. Lentamente, hemos derivado a juegos en que actuamos como equipo. Al principio tuvimos problemas, pero hoy por hoy, es indescriptible el placer que me provoca ver cómo puedo adivinar cada una de sus jugadas y complementarla de la manera justa. Es como estar por un momento conectado a su mente, fundirnos en un objetivo y disfrutar.
Estamos en medio de una partida de Tichu, JaneMaple está concentrada en el juego, la charla decae. Suena el celular. Me descompone que eso pase a estas horas. Contesto. El otro extremo de mi mundo se me abalanza y me devora como arena movediza. Superman sin una cabina telefónica donde cambiarse. Un error de guión. Es el chico de las gafas, se fue rápido, no se acordó de fijar una hora, sí, la semana entrante, misma hora, mismo lugar. Corto. Lo detesto por un momento, pero me queda la duda de si se dejará las gafas otra vez. Perdemos la partida. JaneMaple arguye cansancio y termino por resignarme a dormir.
Cuando el chico entra por segunda vez a mi oficina lleva otras gafas, enormes. Me sonrío. En realidad me reiría a carcajadas, pero no quiero molestarlo. Resisto las ganas de hacer bzzz, bzzz, imitando una mosca. De alguna manera, me ha arreglado el día. Cuando salgo esa tarde y don César me mira, esboza una sonrisa, como si copiara mi sonrisa y me doy cuenta de que él lo vio pasar. Se ríe exacto por lo mismo que yo.
JaneMaple se volvió Ana un día en que había poca gente en línea para jugar y conversamos más de lo habitual. Preguntó qué comía en ese momento. Delaté el café sobre mi mesa y me inventé unos panqueques con manjar, porque el asunto de las noches es mejorar la realidad. Y ahí pasó algo extraño. Me dijo que quedarían mejor con sirope de arce y me preguntó el porqué de mi nickname: Nawc. Naked As We Came escribí y ella rió, con esa risa escrita que no es real, que es plana, excesiva. Y de pronto ya no hablamos en general, me contó de su trabajo en Buenos Aires, enumeró sus películas favoritas y antes de despedirse dijo: -Ana, mi nombre es Ana-. Ahí debí sospechar.
Esta mañana envió a mi correo una fotografía suya y una dirección con mapa donde dice me esperará esta noche, hasta que llegue.
El frío de la noche en esta época del año es aún más seco que el de la tarde. Enfatiza la estupidez de estar en algún otro sitio que no sea en casa. Se me ocurre que mientras camino iré perdiendo calor hasta quedar congelado, estático, como un mono de nieve.
Entro al bar. Otra temperatura ambiente. Conversaciones, pasos, música de fondo, humo de cigarro. Me contagio, saco un cigarillo, lo enciendo y recorro el lugar. Me cuesta dar con Ana. Una fotografía dice poco. La diviso sentada en una mesa. Para cerciorarme, la saludo con un movimiento de cabeza y le hago una seña al mozo. Pido una cerveza. Me siento frente a ella sin acercarme demasiado. Me sonríe. Su sonrisa no recuerda en nada a sus carcajadas a distancia. Juega con la base de su copa de vino. Está nerviosa y para tranquilizarse, habla. De su vida, de lo que busca, lo que quiere, lo que ha perdido. Se emociona en el proceso. Baja la cabeza levemente, sube la mirada, busca la mía, suelta la base de la copa, toma mi mano y es como destapar una alcantarilla clausurada de donde brota asco a borbotones. No lo tolero. Esa piel no es, ni se acerca, a ésa que desplazó a todas las demás, que habría tocado cada hora, cada día, ésa que destruyó mi colección, me esclavizó, ésa donde no bastó tocar, donde hizo falta ser tocado, ésa que no requería castillos, que era un hogar en sí y traía entre los brazos sueños, ésa que me dejó, perdido, que me obligó a buscar otra manera de llenar los espacios, a inventar una forma de levantarme en las mañanas y exorcizar mis manos cada noche para borrar su ausencia.
Me levanto, rebusco algo de dinero en los bolsillos, dejo un billete sobre la mesa y salgo. Ana no entenderá. Pensará que soy otro idiota más que no la aprecia en su justo valor. En la calle, empuño las manos en los bolsillos y apuro el paso. Me siento más desnudo que de costumbre. Recuerdo aquello que dije a Ana, eso de que la vida se construye por adición y quiero gritar que estaba equivocado, que en verdad no es más que una resta tras otra, que es sólo sumar para luego perder. He roto mi refugio. El frío me empuja a casa, pero JaneMaple no estará ahí. Mi castillo se ha vuelto una celda pequeña con una estufa a gas, una cama sin hacer, una ventana trabada y algo de ropa regada por el piso. Ni todos los árboles de mi jardín ocultarán sus flores. Tendré que mudarme. Como antes me mudé de esa piel, esta vez me mudaré de Jane.
Hoy sus gafas son pequeñas, redondas, a lo Ozzy Osbourne. Le pregunto si las colecciona. Asiente sin darme detalles. Estoy más cansado que de costumbre, mis dedos se deslizan como si una voluntad ajena los guiara. Atardece. Trabajo su pecho, miro la línea de sus hombros, llego hasta su cuello y ahí paso más tiempo del habitual. Entonces, la veo correr, deslizarse por el rabillo del ojo y salir del margen de protección del lente. Llora. Caigo en cuenta, cada día cuando se recuesta en esta camilla y deja que mis manos lo toquen, llora con lágrimas silentes. Hoy sus gafas son pequeñas, han jugado en su contra. Secarla. Pasar el dorso de mi dedos. Hacer ver que la he visto. Hacerme cargo de su pena. Quizás darle un momento a solas. Evitar sus ojos. Sentarme junto. Abrazarlo. -No llores, por favor no llores-. Llorar con él.
Respiro, cierro los ojos. Retiro mis manos, digo que es todo por hoy y dejo que se marche. |