El silencio es de muerte. Soy rodeado por los tres hampones juveniles con cara de homicidas calificados. Me incorporo lentamente, sigiloso, como si tuviese la ilusa esperanza de pasar desapercibido y volverme invisible, creyendo en algún estúpido milagro que me haga desaparecer como por encanto.

El ambiente está tenso, indescriptiblemente hostil. Mi vida se proyecta frente a mis ojos a modo de diaporama, iniciándose la sesión desde el primer recuerdo de infancia, hasta el momento en que nuestras miradas se cruzan sacando chispas, bajo la marea de adrenalina que sigue subiendo para ahogarnos en medio del tsunami que se desata.

Extraen mariposas, las manejan con destreza, surcan veloces en el aire por mi búsqueda. El pánico me acecha, creo estar ante espadachines expertos. Corro lo más rápido que puedo en dirección al mueble donde se encuentra el pc administrador. Saco un enorme cuchillo carnicero, semejante a una daga medieval. Hombre prevenido vale por dos dice el refrán y que lo empuño decidido en torno a mis oponentes, dándomelas de no sé qué, de William Wallace o al menos de Rob Roy en su defecto.

Los chicos malos retroceden y me vuelve el alma al cuerpo, ahora incluso ya me compro el cuento de encarnar al mismísimo Luck Skywalker, con poderes extrasensoriales incluidos. Hasta pienso que mi cuchillo-espada láser resplandece tanto como su homóloga de Elendil, siendo capaz de ahuyentar y estremecer de miedo a todos los orcos del planeta. El plan consiste en devolverlos a la oscuridad del inframundo donde pertenecen.