Entre sueños, me pareció escuchar unos toquecitos en la ventana. “Toc, toc, toc”, se escuchaba. Lo lógico era pensar que, talvez, era algún insecto chocando contra la ventana, por lo que hice poco caso. Pero los golpes no cesaban y noté en ellos una cierta tonada rítmica que todo el mundo reconoce como un llamado para que se le abra la puerta a algún visitante (en este caso la ventana). Parecíame que era imposible que alguien alcanzara a tocar la ventana de nuestra habitación, la mía y la de mi esposa, cuando aquella se encuentra en el tercer piso. Si bien yo me encontraba medio despierto por la insistencia de los golpes, mi esposa me despertó completamente con el horrible alarido que dio. Su mirada espantada se dirigía trémula hacia la ventana. ¡Ahí, iluminada con la blanca luz de la luna llena, flotando en su escoba se hallaba una bruja!
Era una mujer (si es que es posible llamarle así) de aspecto viejo y pútrido. Tenía el rostro surcado por cientos de arrugas, ojos pequeños y grises, la nariz desmedidamente aguileña, la boca delgada y alargada, pómulos pronunciados y el cabello cano. Como si no fuera suficiente lo aberrante de su cara, iba montada en su escoba totalmente desnuda, con su pubis canoso, sus pechos flácidos y colgantes y la piel pegada a sus marcados huesos. Eran largos y flacos sus dedos, y unas afiladas uñas eran las que golpeaban la ventana.
Un terror indescriptible nos recorría a mi esposa y a mí. Temblábamos desconcertados sin saber qué hacer frente a tan espantosa imagen. Entonces la bruja se acercó hasta colocar su frente contra el vidrio de la ventana. A cada respiración dejaba su fétido vapor dibujado en el vidrio. Sus ojos se movían complacidos por nuestro miedo de mi esposa a mí, de mí a mi esposa, y en su rostro inmundo comenzó a esbozarse una sonrisa. Su sonrisa se convirtió en una siniestra carcajada, mostrándonos entonces sus tres dientes negruzcos y sus moradas encías. Entonces acercó su mano a su cara, moviendo sus parcos dedos diciendo adiós con ellos y dijo con chirriante voz: “¡Aún existimos!”
Mi esposa y yo, abrazados, con el corazón saliéndosenos del pecho y el color de la piel fugado, vimos a la bruja alejarse zigzagueando por el cielo montada en su escoba mientras en nuestra cabeza permanecía el eco terrible de su funesto mensaje: “¡Aún existimos!”.
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