En la historia de la Conquista del Desierto muchos son los caballos valerosos cuya memoria aún pervive entre nuestros gauchos, pero solo el Malacara posee una tumba (en Travelín, Chubut) a la cual anualmente acuden miles de visitantes para rendirle homenaje.
“EPITAFIO EN LA TUMBA DEL FAMOSO MALACARA” (Escrito en una piedra por su dueño Evans)
AQUÍ YACEN LOS RESTOS / DE MI CABALLO EL MALACARA / QUE ME SALVÓ LA VIDA EN EL ATAQUE DE LOS INDIOS / EN EL VALLE DE LOS MÁRTIRES EL 4-3-84 / AL REGRESARME DE LA CORDILLERA / RIP / JOHN D. EVANS
Visto con las reglas de la moderna selección equina, el Malacara no era un caballo para ser tenido en cuenta: tenía el pelaje bayo, la tuza rubia, era algo cabezón, con el “encuentro” no muy amplio, los cuartos traseros flacones, la silueta poco estilizada y, para colmo, estaba “calzado de cuatro” como se acostumbra decir en la jerga gaucha (o sea tenía las cuatro patas blancas, que es una característica peyorativa para la mentalidad de un paisano). Pero era un caballo tehuelche, criado por selección natural en las áridas mesetas patagónicas, es decir uno de esos “caballos de hierro”, sobrios, incansables, “del galope corto, el aliento largo y el instinto fiel” que dieron origen a nuestra insuperable raza criolla. “Los colonos (galeses) teníamos para nuestro andar caballos criollos. Los conseguíamos a los indios tehuelches. Eran excelentes caballos, se puede decir que inagotables”, escribió John Daniel Evans, a cuyo diario personal traducido del galés al castellano por su nieta Clery Evans, recurriremos para recordar la famosa hazaña del Malacara.
Desembarcan los galeses
Gales es una región lluviosa, poco poblada del suroeste de Gran Bretaña, cuyos sufridos habitantes, en el siglo XIX eran “discriminados” a causa de su acendrada conciencia nacionalista. El 25 de mayo de 1865 un grupo de familias galesas abandonó para siempre su patria para desembarcar en el actual Puerto Madryn, donde arribó el 28 de julio del mismo año. “Éramos 153 almas a bordo del buque Mimosa –recuerda Evans- algunos integrantes eran mineros, otros carpinteros, herreros, un sastre, etc., hombres de profunda convicción religiosa que habían dejado su país natal... para enfrentarse con una Patagonia arisca, solitaria y deprimente”.
La nueva patria fue dura con esos pioneros. El hambre, la lejanía insalvable desde cualquier centro habitado, el absoluto desconocimiento de la región, su falta de experiencia en las tareas ganaderas a campo abierto y la presencia intranquilizadora del indígena, fueron todos factores adversos para la incipiente colonia galesa. El mismo Evans relata someramente las penurias sufridas durante los primeros años por su familia y por todos los restantes colonos. Hubo cosechas de trigo devastadas por los vendavales y las crecientes, escasez crónica de alimentos, carencia habitacional, clima adverso.
Los niños “... todos los días íbamos a juntar lengua de vaca... Nunca vi hierba como ésta: era de gran tamaño; las hojas parecían a las del ruibarbo y las había en abundancia. Mi madre las hervía en un colador de lata que durante años conservó el color verde de esa planta”. “Los indios patagones decían que los Pichi Huincas (cristianos chicos) salían a comer yuyos como la huaca y el cahuello, o sea la vaca y el caballo”.
Nos ha de bastar esta referencia para tener una idea de las penurias soportadas por aquellos pioneros. Después, con el correr del tiempo, los galeses se hicieron amigos de los tehuelches y, gracias a ellos, aprendieron a montar un potro arisco, a manejar con destreza el lazo, a cazar guanacos, y en fin, a desenvolverse con solvencia según las costumbres indígenas. También sembraron trigo con perseverante tenacidad hasta obtener las primeras cosechas, que trillaron con yeguas y luego comieron cocido en agua. Años después Evans consiguió un primer molino manual al que muy pronto aplicó la fuerza hidráulica, asegurando de ese modo el pan a las familias vecinas. En el año 1873 construyeron una escuelita llamada “Glindu”, que además cumplió funciones de capilla. Cierta vez, en el año 1879, hasta tuvieron que enfrentarse con una horda de criminales fugados desde el lejano presidio de Punta Arenas (Chile), después de protagonizar una terrible masacre entre los pobladores de aquella comarca a quienes despojaron de sus armas y dineros. Puestos sobre aviso, los galeses consiguieron sin embargo dominarlos y enviarlos por vía marítima, bajo custodia, a Carmen de Patagones. “Lo curioso es –apunta Evans irónicamente- que una vez entregados, nunca más supimos cual fue el destino del oro y de las libras esterlinas” recuperadas a los criminales. Sin embargo uno de los delincuentes de origen chileno consiguió escabullirse asesinando por la espalda con 16 puñaladas al joven galés Aarón Jenkins. Como consecuencia 18 integrantes de la colonia de Rawson formaron una partida, apresaron al criminal que se había escondido entre unos pajonales y lo ajusticiaron en el mismo sitio, disparándole cada perseguidor un tiro, para de ese modo compartir equitativamente la responsabilidad de lo actuado.
Tragedia en busca de oro
John Daniel Evans era un explorador nato a la par que un hombre de acción. Sucedió que en el año 1882 había llegado al país procedente de Australia, cierto capitán Richards, quien se instaló con toda su familia en Patagonia. “Este señor fue dos veces millonario –acota Evans- y por un motivo u otro perdió todo lo que tenía. Cuando vivía a orillas del Chubut nuevamente nació en él la idea de buscar oro y en esas circunstancias yo me contagié con otros amigos de ir en busca de los yacimientos auríferos y fui propuesto como baqueano de la expedición, dado mi conocimiento del desierto y las costumbres de los indígenas”.
Cabe agregar que por entonces –ya concluidas las Campañas del Desierto y rechazados los restos de las tribus indígenas al sur del río Negro- las tropas argentinas estaban realizando tareas de “limpieza” hasta los 45 o 46 grados de latitud sur del territorio nacional. Por consiguiente arreaban a cuanta tribu o indio suelto conseguían atrapar, para encerrarlos en un campo de concentración ubicado en la zona de Valcheta (unos 300 kilómetros al oeste del actual Viedma). De allí que los indígenas anduvieran alzados y albergaran en su corazón un odio sin cuartel contra los blancos.
Dice Evans en su diario personal: “Viajamos tranquilos y felices hasta el llamado hoy Valle de los Mártires. En ese sitio nos encontramos con un jefe militar del Gobierno Argentino de nombre Comandante Roa, en compañía de muchos soldados. Traía el Comandante Roa mucha indiada en calidad de presos rumbo a Rawson. Esta indiada fue detenida en el lugar llamado Zunica, con el fin de mandarlos al reformatorio de Valcheta”. Evans hace referencia a un “reformatorio”; en realidad se trataba de un verdadero campo de concentración cercado con tela metálica de gran altura, donde los indios con sus familias permanecieron presos –los que consiguieron sobrevivir- casi diez años. Es importante recordar este hecho y la persecución que sufrían los indígenas, para entender el episodio que narra el mismo Evans.
Sábado 4 de marzo de 1884
Entresaco a la letra, efectuando solo algún leve retoque para la mejor comprensión del texto, el relato vivencial que Evans escribió de aquella trágica aventura. Dice: “El sábado 4 de marzo se asomó el sol lentamente en el horizonte y yo agarré el mejor caballo, el Malacara, con el fin de cazar algunas liebres maras...” “Todo este tiempo habíamos viajado carabina en mano, pero ahora pensábamos que no sería necesario y así las pusimos en el carguero, menos los revólveres y sables”.
Después de cazar dos liebres criollas, Evans volvió a reunirse con sus tres jóvenes compañeros.
“Yo arreaba la caballada al lado derecho –sigue narrando Evans- Parry a mi izquierda, después John Hughes y último Richard Davies. Formábamos un pequeño semicírculo para arrear catorce caballos, sin pensar en nada, sin ni siquiera mirar atrás. Cuando de pronto sentimos un tremendo aullido y gritos de guerra de los indios e inmediatamente la atropellada de los caballos. Eché una mirada hacia atrás y vi sus lanzas brillar al sol. Los indios nos rodearon, sentí el chuzazo de una lanza en mi paleta izquierda y antes de que consiguiera reaccionar, vi a Parry caer a tierra con una lanza clavada al lado derecho. No sé si los otros compañeros estarían también heridos, porque hasta ese momento se mantenían sobre sus caballos”. “Clavé las espuelas en las costillas del Malacara, rompí el primer cerco de lanceros en el mismo instante que un indio que se encontraba a la retaguardia tomaba su lanza con ambas manos y me la arrojaba: logré desviarla con mi brazo y la vi clavarse en la arena al lado de mi caballo. Antes que tuvieran una segunda ocasión, mi Malacara con dos saltos salió de su alcance y ahora disparaba dando tremendas brazadas a todo lo que daban sus patas, hacia el noroeste, mientras un tropel de indios me perseguía”. “Yo tenía en mano mi revolver listo, pero era de pésima calidad y en su tambor tenía solo cuatro balas que las reservé hasta último momento, por si fuera capturado. Estaba bien seguro que a uno o dos de ellos bajaría por lo menos”. “Me veía acorralado. El zanjón (a cuyo borde llegó) tenía una profundidad aproximada de 3,60 metros; en el fondo del mismo había arena blanda. El caballo creo que percibió mi intención, saltó al fondo del barranco y cayó extendido, con las manos y patas abiertas. De repente se levantó dando un brinco: yo me mantenía aferrado al recado por el terror que sentía; (el Malacara) sin detenerse franqueó un nuevo obstáculo, un barranco más bajo, mientras resollaba como pidiendo un poco más de tiempo”. “Con el salto del barranco puse varios cientos de metros de distancia con los indios, porque ellos tuvieron que buscar un sitio para poder bajar...”
Evans consiguió ganar distancia hasta perder de vista a la indiada. Galopó dos días con sus noches sin darse casi un resuello, parando solo para dar agua al caballo que sangraba de las patas y estaba al límite de su resistencia. Por último avanzó a pie, tirando el sillero de las riendas, para no dejarlo abandonado a su suerte.
“El Malacara apenas podía moverse; (estaba) dolorido y en extremo agotado, (con los cascos) heridos hasta el hueso, que brotaban sangre (a causa del) terreno rocoso que habíamos recorrido, la velocidad y la falta de herraduras”.
Finalmente Evans se cruzó con un colono llamado Davies, quien le facilitó un caballo y se comprometió a llevar de tiro al agotado Malacara. Ocho días después, una partida compuesta por 42 voluntarios pertrechados con armas cortas y 21 Rémington, llegó al lugar de la tragedia. Encontraron los cadáveres de los tres jóvenes “... mutilados, cortados sus cuerpos por las coyunturas. En las matas cercanas colgaban las vísceras secas al sol; jamás encontramos sus corazones. Guardo en secreto por respeto a mis compañeros, la descripción detallada de lo horrendo de todo aquello”, concluye Evans. A consecuencia de esa terrible tragedia, el lugar fue llamado “Valle de los Mártires”, nombre que conserva hasta el día de hoy.
AUTOR: Antonio Beorchia Nigris
Recuerdo recopilado por Jorge Eduardo,
2009-09-15
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