Mi antagonista es resbaloso como un pez. Empleo el adminículo de aseo a la manera de un “yonshaku bo” (bastón oriental), pero me cuesta maniobrarlo, como para golpearlo y mantenerlo a raya al mismo tiempo. Su cuerpecito fibroso y ondulante hace que me estrese de una forma impresionante. Más temprano que tarde me doy cuenta que mi estado físico esta hecho una mierda y que pronto tendré que tomar medidas desesperadas antes de que el corazón se me salga por la boca.

Sus dueños comienzan a inmiscuirse en la contienda, gritan su nombre a voz en cuello, azuzándolo entusiastas. La idea es que me despedace lo más rápidamente posible. Tuoyo elude magistralmente los sablazos, efectúa graciosas piruetas a nuestro alrededor para luego coger impulso y lanzarse sobre mí tal como lo haría Ling ling en uno de sus ataques más violentos.

No sé de qué modo soy capaz de esquivarlo y agarrarlo de sobrepique con una patada prodigiosa que lo eleva por los aires, como si fuese un balón de rugby estrellándose fuertemente contra el techo y dando de rebote en la muralla. Tuoyo queda aturdido, aúlla y chilla adolorido. Finalmente opta por marcharse, corriendo hacia esa entrada que nunca debería haber franqueado, ni él ni sus compañeros.

Agazapado, trato de recuperar mi aliento. Estoy deshecho, ahogado, tembloroso, con un hoyo en medio del pecho que se abre y que se cierra de manera simultánea, aun cuando eso no es nada, experimento mayor vértigo de solo sentir esas miradas que me queman en las brasas de una hoguera gigantesca.