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A Sebastián Vildósola, poeta, cuentista y patagon de buena ley,

“Debo reconocer que cuando llegue al punto final me senti
tan aterrado que solo pude salir corriendo”
-Emanuel Hinsky
“A veces creo que los buenos lectores son cisnes más tenebrosos y singulares que los buenos autores”
-Jorge Luis Borges, prologo a su primera edición de Historia universal de la infamia


1

Que banalidad más grande esta de sentirse solo, habiendo tanta gente, siendo uno tan chico, y no me refiero a la soledad de ella, sino a esta alegoría del ser humano, a esta que pela de afuera hasta los huesos, a ésta que los años te van enseñando a guardar, hasta que deja de ser opción, y se convierte en el agua de las tardes, la sed de la mañana y la modorra hasta conciliar el sueño.

La otra la de ella es un tanto distinta, casi inversa; se viene creciendo callada y desde adentro sin el bullicio del silencio, sin pampa y sin animales, donde se te olvidan o te recuerdas a gordon pym, Randolf Carter y Dupin, donde se te olvida hasta la tierra, esa soledad que acecha desde la puerta del corazón o entre los sueños y te corta de un zarpazo a eso de un cuarto para las ocho y en las mañanas de invierno justo al abrir los parpados y sentir el frio, el puto frio que sopla desde dentro.

Mi padre había fallecido ya para mis primeros recuerdos y la vieja se fue envejeciendo rápido sin él, yo solo tenía de él la foto vieja de su juventud junto a su amigo del alma Don Ernesto San Martín, recuerdo que cuando niño el había llegado un par de veces con su señora, doña dolores, para redundar muy bella, eran los dos solos, y solo ellos dos llegaban hasta la casona, era duro el viaje desde la capital, y yo notaba que doña dolores no era la más entusiasta, era una vieja de pueblo, nunca se hizo amiga de mi madre, tampoco don Ernesto lo fue nunca, pero tenía que cumplir, era de esos contratos que hacen los hombres en algunas de esas tardes del compartir, “tranquilo viejo yo cuidare de ella si algo te fuera pasar” me imaginaba diciendo a don Ernesto y así cumplía, todos los años todos los veranos, con sus juguetes y mercaderías todos los años dos días con su noches, con sus mates y sus briscas, hasta que me enseñaron a jugar truco y ya podíamos los jugar los cuatro.

El resto del año aparte de mis deberes de hombrecito pasaba largas tardes y a veces noches al calor de los libros, nunca fui un gran letrado como mi madre, que antes de casarse y venirse a estas llanuras donde Dios debe mirar con el rabillo del ojo para alcanzarnos era maestra de lenguaje en una secundaria en un pueblo chiquitito creo que por Rosario. De ella aprendí el goce de la lectura y las ventanas de la imaginación, mi padre había comprado una modesta biblioteca de 157 tomos casi todos clásicos según me enteré por mi madre, que se fue agrandando con la ayuda de don Ernesto que cada año adicionaba algunos que le recomendaban en la librería Mardones cuyo sello llevaban humildemente las contratapas.

Eso hasta los catorce más o menos, esa vez llegaron de noche y doña dolores aun bella, traía entre brazos un bultito, recuerdo que deseaba con ansias que fuera un biscocho con frambuesas, pero mi sorpresa fue grande cuando vi junto a mi madre algo aun mas dulcecito, era una nenita de año y medio según me contaron después, esa fue la primera vez, que vi a la colorina. Como no habían podido tener un hijo suyo la pareja ya algo madura había decidido tener uno propio y no se resistieron de adoptarla cuando vieron esa blanca carita que pedía a gritos un amor que solo don Ernesto pudo darle la carita de la pequeña que por varios veranos fue de alguna forma mi discípula en el arte de la pampa y los animales, tanto como yo aprendía de ella el arte de ser niño, cosa que hasta ahora me había resultado difícil sin otros niños, aunque yo ya para esas fechas ya fuera todo un hombre.

A la colorina le encantaba la pampa, recuerdo que corría y bailaba con el viento en el pelo, yo no podía hacer mas que contemplarla, eso y los caballos, pasábamos la tarde entera andando casi sin decir nada, andábamos por paisajes que parecían haber sido iguales desde el momento de la creación y se repetían casi infinitamente hectárea tras hectárea con diferencias tan pequeñas que hacian parecer grande la estatura de la colorina que se asombraba con cada flor con cada pájaro, con cada gesto que yo hacia entre sus gracias.

Le gustaba tanto estar ahí que cuando cumplió doce le pidió a su padre si podia pasar el verano entero con nosotros, y él se vino con ella, doña Dolores se quedo en casa como era de suponerse, mas de dos días eran cosa de santa para ella, sobrepasaban sus obligaciones tanto maritales como de madre. Don Ernesto no la amaba a la vieja Dolores, ese verano me lo contó en una conversa aguardientada, no sabía que decir a eso así que hipócritamente parafraseé algo que me sonó atingente, algo que había leído no recordaba (entre el vaivén licoreo) de donde “es extraña la fuerza de la costumbre en el hombre, esa, la gran maldición que subyace tras el miedo”, él me miro y no entendí porque pero rió.

Durante el año siguiente, yo ya estaba muy grande al parecer, ya no necesitaba protección, fue tanto así que la vieja se dejo ir por fin.

2

Doña Dolores también estaba sola, será por eso que de esa vez la recuerdo más a ella. Sinceramente aunque le he dado la vuelta con los años no se para quien fue la burla pero nos encontramos y nos reconocimos en la ceremonia pausada de la única forma en que podíamos encontrarnos: solos.
A pesar de que llegó a la casa con un aire de hipócrita humildad y recogimiento tras el cual se veía el brillo de una deuda pagada, de la espera de una despedida que ella esperaba por tanto tiempo, llego el velo en que a plena noche nos miramos fijamente como recorriéndonos la historia como contándonos afuerinos del mismo pueblo, ella con su casa sobre la colina yo tal vez viviendo frente a la costa, estábamos los cuatro más el curita que había traído don Ernesto de un pueblo no tan cercano, pero a esa oscura hora, solo estaba ella ahí, estaba ella, observándome por primera vez sinceramente, y yo que nunca fui buenos para los festivales de mascaras no supe cómo reaccionar ante su descarado gesto de asco, muy parecido a las miradas que dedicaba a don Ernesto pero sin el vicio de las sutilezas de una vida juntos.
No reparé mucho en la colorina esa vez, no lo percibí esa noche pero no hubiera sido difícil darse cuenta que su pena no era del todo por mi madre pese a que ella le tenía un cariño robusto, ella sabía que probablemente no nos volveríamos a ver, Dolores y sus caras me habían robado de sentirla esa noche.

Al paisaje se le agregó una cruz, se le restó la vieja, el viento soplaba frio en la mañana mientras contemplaba esa cruz, mientras preparaba el desayuno, de pronto me sentí invadido por la sensación inquietante de que los huevos no eran más que piedras con nombre, que el viento podría haber estado quieto, que lo mismo daba poner o no esa cruz. Mi primera soledad se había hecho adulta casi al mismo tiempo que yo.

Casi no hubo palabras esa mañana algo quiso decir don Ernesto algo refirió sobre un veterinario en Chile Chico, algo sobre los animales, pero no estaba para escucharlo, los ojos de la colorina estaban ahí eso si para calmarme, y embolinar mis pensamientos, algo quería decirme, en realidad algo me dijo sin hablar, es curioso como los enamorados trascienden el tiempo y las palabras, tanto así que yo la pude entender recién varios meses después.

El auto partió pasado el almuerzo, habíamos andado a caballo con la colorina, esta vez sin risas, sin su baile entregado a la pampa, entonces después de almuerzo el auto partió, ella miro para atrás y me partió a mi también, como dicen por ahí algo nació en mi interior. Así escuchaba yo el primer llanto de mi segunda soledad, la de ella que nacía.

3

No sé como el viejo Fermín llegó en esa antigua bicicleta por ahí entre viejos se entienden, buen tramo había recorrido el viejo, probablemente el penúltimo argentino, el penúltimo patagón al que el servicio de correos provee, viene a resultar conocido de don Ernesto y eterna escala de los viajes que solía realizar al sur, que digo al sur, a sus compromisos de finis terrae, no pensé en esto en ese instante, en realidad estaba repasando mi selección de cuentos del vidente de Providence (siempre me imaginé a Providence como un pueblito perdido en un paisaje parecido a éste, pero con mas arboles, asumo le pasa a todo los recónditos que leen a Lovecraft, el recóndito viajero de los sueños y la locura); justo en medio de “Celefais” me pilló la campanilla del viejo sacándome de aquel reino de sueños al que iba llegando, naturalmente sentí un poco de rabia, no tanto por mi ocupación onírica y literaria devastada sino porque después de varios años sin visitas, contactándome lo menos posible con gente y solo para asuntos de negocios, la plática obligatoria, y sobre todo tener que encerrar a mis dos soledades en el placar, me parecía un ejercicio simplemente hipócrita cuando no cruel.
Cuando salí a abrir la tranquera no pensé que por segunda vez en mi vida alguien llegaría con un paquetito bajo el brazo que me cambiaría la vida, menos un inesperado, enrabiado abrí la tranquera y disimule mi mejor cortesía eso sí, sin dejarlo pasar, aunque sabía que el viejo se había tomado el día en llegar y tendría que darle alojamiento esa noche, tomar desayuno con él al otro día. Jadeando un poco el viejo me estiró la mano “esto es para vos Agustín, disculpame que llegue así nomas, pero no había de otra pibe”; ni para el funeral de la vieja se había dignado el veterano a venir, podía ser escusa para echarlo cagando pero cuando vi esas cursivas con mi nombre, esas cursivas que creía reconocer (en realidad que quería reconocer), esas cursivas que me habían dado vuelta, bueno, cursimente y que releía de tanto en tanto por un volumen de Lord Dunssany que me había elegido la colorina la penúltima vez que vinieron y que traía una simple dedicatoria con una letra menos elegante o en realidad menos aprendida que la del paquete “me dijeron en la librería que éste era un amigo tuyo, para el mejor de los míos”, mi mente y sus conjuntos y subconjuntos callaron para dejarla pasar a ella, que siempre estaba en mi segunda soledad… no pude evitar musitar casi para mí mismo “¿de la colorina?” y el viejo asintió limpiándose el sudor del cuello algo sorprendido “no pudo enviarte una carta así que me la envió a mi” ; le hice pasar aun algo encabronado pero con una repugnancia honorable, hasta con respeto lo miré al vejestorio.

Entonces cerré la tranquera como quien cierra una cajita musical que se acaba de echar a perder, que dejó de funcionar.

4

Lo emborraché al viejo, empezamos temprano con un matecito con punta, me fui de a poco sacando de la bodega algunas botellas hasta que por fin el viejo se quedó dormido, me había acostumbrado a beber solo con mis soledades, pero tenía que estar seguro que el viejo no despertaría, así que recurrí a mis pocas mañas para poder estar por fin tranquilo, subí la escalera hasta el ático con una lámpara y por fin abrí el paquete, ellas miraban por sobre mis hombros como no dándose por aludidas pero yo se que estaban atentas, algo me había agarrado el alcohol, me temblaban las manos, creo que una de ellas río cuando yo leía además de lo que ya me había adelantado el viejo (que don Ernesto se había separado primero de doña Dolores y que luego de su pobre vida) lo que me dejó helado, la colorina, se venía para acá no de paseo como espere verano tras verano, sino que se venía a vivir aquí, que me amaba profundamente y que no podía verse en otro lado que por acá que se había salido de la universidad y que dejaba Buenos Aires, para vivir conmigo.

Sonreí con la boca aun amarga, no me lo creía, apreté las hojas y una nausea me subió a la garganta, salí corriendo afuera, vomité como un animal envenenado, sentí esa noche una alegría como la que nunca había sentido, una desolación que creí que ningún ser humano podía sentir.
Doblé los papelitos y me los guardé en el bolsillo de la camisa, pase a acostar al viejo en una pieza de abajo, y me fui a la mía; las sensaciones de esa noche aun hoy son difusas, creo que no me quede dormido, sino que me desmayé, lo último que vi esa noche fue a mis soledades sonriéndome y comadreando al fondo de la habitación.

Por fin se fue el viejo tocando su campanita, se quedo hasta el almuerzo, por ahí me insinuó que podía quedarse otra noche a truquear, pero mi ausente distracción y mi falta de respuesta creo que lo persuadieron, me sentí genuinamente feliz de que partiera por fin tocando su campanita, pude soltar a mis soledades y pensar más tranquilo, y sentir más tranquilo, releí obviamente la carta varias veces, en ocho días llegaría mi salvadora, la que lo había dejado todo, casi literalmente todo por mí y por la pampa, se vendría en auto hasta acá. Me sentía profundamente inquieto como cuando pibe esperaba en verano su visita, como cuando aun no aprendía a vivir así, son extrañas las vetas que pueden relucir en un hombre que se sabe solo, que aprende a vivir nada más que con lo poco que tiene, con lo poco que tuvo y de pronto se encuentra con lo inesperado, con que la maravilla que creía que solo su vestigio le permitía seguir comiendo, durmiendo leyendo cada día iba a ser plenamente para él, es raro pero sentí también pena al pensar que me despediría de mis soledades.

5

Pensé que no iba a dormir la noche de la víspera del día en que llegaba la colorina pero extrañamente dormí plácidamente, como no dormía hace mucho. El despertar fue mucho más contradictorio, una pesadilla que no recordaba muy bien me había arrancado de mi sueño tranquilo, algo tenía que ver con la colorina, aunque no lo recuerdo y en realidad es un alivio no recordarme de ese horror.
Como era de esperarse, la esperé; trate eso si en vano de releer el libro de Lord Dunssany en el que a cada pagina acompañaba un pie aclarando los contratiempos y desilusiones idiomáticas de los traductores, siempre se perdía algo en el proceso traducción eso es sabido, lo que yo no sabía era como arreglar mi propio problema de traducción de mis esperanzas a la realidad pues el día se perdía ya en su noche y la colorina no aparecía por ninguna parte.

Eran cerca de las once cuando decidí que iría a buscarla, quizás pasó donde don Fermín quizás se le hizo tarde y decidió pasar la noche quizás pensó (y bien) que si se le pinchaba una rueda en el camino cambiarla de noche y sola sería un quilombo, no se pero a las doce saldría al camino pasare lo que pasare.

Desde arriba se escuchaba el crujir de la madera, del segundo piso como pasos livianos, con el calor de la chimenea no era raro, pero yo me imaginaba que esta vez eran mis soledades armando las maletas, de súbito la melancolía me sacó de mi anterior estado de nervios, al fin y al cabo eran mi vida en gran parte hasta ahora y con ella con esa sensación me fui yendo por segunda noche inexplicablemente al sueño.

Por segunda vez también me arrancó del sueño otro horror y por segunda vez fui salvado de mi propia memoria, aunque esa mañana la sensación de terror era mucho más palpable, tangible. Salí de inmediato el caballo seguía ensillado al otro lado de la tranquera como, aunque no me acordaba, debí dejarlo la noche anterior antes de dormirme, no sé porque pero cruzo por mi mente esa cita que no sé donde había leído, “es extraña la fuerza de la costumbre en el hombre, esa, la gran maldición que subyace tras el miedo”, la misma que le había leído al muertito San Martín una noche de verano. Salí sin ni siquiera lavarme la cara o tomar desayuno, estaba preocupado y el sueño me había dejado una mala entraña, el caballo estaba suelto pastando afuera de mi cerca y con montura, debo haber estado muy confuso, estaba seguro que lo había dejado encerrado.

Para que mentir, la cosa no andaba bien. A mitad de camino del sitio de don Jacinto el único jodido camino para llegar a mi casa por lo menos en auto, me encontré el auto de la colorina, pensé siempre que un solo camino bastaba y hasta sobraba, deseaba ese día que todos los caminos llegaran a mi casa pero solo estaba ese, y en ese me encontré el auto que había sido del finado Ernesto, el auto que esperaba siempre con tantas ganas todos los veranos, el auto con la puerta del conductor y una de atrás abierta, mala cosa che, debería habérsele olvidado colocar un neumático de repuesto extra, debería haber quedado en pana y debería estar tendida en el asiento trasero con la puerta abierta para capear el calor esperando que yo llegara a salvarla, pero no, había traído dos neumáticos de repuesto uno pinchado y el otro rajado, no me sorprendió encontrar uno trasero también rajado, a cuchillo, no debió haber sido rajado del todo, solo lo suficiente para que en alguna parte del camino se reventara y así había sucedido, la amargura de la guata se fue convirtiendo en calor frío hiriente subiendo por la garganta no dejé que llegara a los ojos grite por si acaso anduviera cerca di unas vueltas por la pampa circundante pero nadie respondió ni brisa che.

En una de esas volvió donde don Fermín, en una de esas nadie había rajado los neumáticos, cabalgue como una ráfaga hasta donde el viejo, quizás me la pillaba de camino pero el camino solo fue decidor en su desolación. Don Fermín se mostró francamente sorprendido de verme, no necesité preguntar mucho, la colorina había estado la noche anterior ahí, por supuesto había llegado en el mismo auto que había sido del difunto San Martín, estaba ansiosa de verme pero se había atrasado un día por una pana, y tuvo que esperar que la remolquen hasta Chile chico que estaba más cerca, se había quedado a dormir ahí por que supuso que yo me preocuparía y vendría a buscarla aunque fuera a mitad de la noche.

Debo haber tenido el rostro devastado, el viejo probablemente pensaría que la niña se arrepintió a última hora, que se habría vuelto a la capital, que se yo, cualquier cosa habría sido preferible “calmate che” decía el viejo mientras sacaba una botella y mientras me zampaba el vaso cruzó la puerta del estar se nos unió un joven flaco, alto y moreno, que nunca había visto, que apenas me saludó; vestía de gaucho con un cuchillo en el cinto pero no tenía pinta de gaucho venía con las manos ensangrentadas, había tenido que sacrificar un cordero había explicado, que se había caído por un barranco, inútilmente quizás inocentemente le pregunté si había visto a una mujer joven, a una colorina, por ahí, la que estuvo ayer por acá exclamo don Fermín, por supuesto que la respuesta fue negativa.

El chato, su sobrino había llegado hace como un mes de la capital, explico don Fermín porque allá lo había pasado mal y él por su parte necesitaba una mano con los animales
Salí de ahí, supuestamente a buscarla, no iba a buscarla, no, solo iba a hacer lo que se tenía que hacer ni más ni menos; dejé el caballo como a un kilometro por el camino y esperé toda la noche, como a eso de las doce la luz en la pieza del viejo se había apagado, y el chato salió a fumar, no alcanzo la segunda calada cuando mi cuchillo estaba en su cuello, “sin chistar, movete, tenemos que hablar pibe” le dije, llegando al camino se me arrancó y lo alcance a pillar del poncho, salte sobre él y cayó “¿Que le hiciste a la colorina pendejo de mierda?” le dije y con miedo respondió “no sé de qué me hablas boludo, la única colorina a la que le he metido mano es a una puta porteña”, malas palabras para despedirse, malas palabras aun comparadas con el sonido que hizo cuando mi cuchillo le partía el cuello, mientras buscaba en su cinto lo que lo pudo haber salvado pero que no encontró, aun más feas que el sonido de cuando gire mi hoja para dejarlo desangrarse a gusto.

Lo subí a mi caballo, lo lleve hasta el sitio que había sido de mi madre, de mi padre, que fue mío y que hubiera sido de la colorina también, y que ahora será solo de mis soledades, de la cruz de mi madre y de la cruz de la colorina que ahora la acompaña. Dejo esta carta sobre aquella segunda cruz donde su dueña, pensar que ésta es mi única obra, de mi que disfruté tanto de la literatura, la cúspide del realismo.

No sé muy bien ahora que pasó en esas noches terribles en que desperté desde el horror, lo que sí, ahora entiendo que mis soledades no se estaban preparando para partir, sino escondiéndose de una tercera, grotesca soledad que venía llegando. Al mal habido, al porteño ya lo tiré por la quebrada desde la cual saltaré apenas termine este asunto. Sólo hay dos cosas seguras que puedo decir sobre este pedacito de tierra que Dios alcanza a ver sólo con el rabillo del ojo: que en el fondo de esa quebrada descansarán los restos del asesino de la colorina y que desde la cima observarán tres soledades caer el cuerpo de un hombre solitario que nunca hubiera podido vivir con la tercera.

J. U.


Texto agregado el 15-09-2011, y leído por 212 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
15-09-2011 Es-pec-ta-cu-lar filiberto
 
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