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Madrugar en invierno es un sabor de la nariz. Lo siente metálico al principio, la cesárea diagonal de salirse de las frazadas y que al cabo cose con dos pares de medias, camiseta, pantalón, botas y un saco gris para cuando crece la anchura de las narinas y se anima a más aire gélido. En el baño se ata el pelo, lava la cara con un algodón que empapa en agua tibia y sonríe al espejo, sonreírse así, tan anchamente, un asombro primitivo que prolonga del sueño y que atropella tras cepillarse los dientes: escupe y hace chillar de ardor las encías con una respiración vorazzz… señorita Amanda, buen día, se carraspea y se escucha, como ajustándose en un dial.
Cero grado, 97% de humedad, alta probabilidad de tormenta. El saco apenas se distingue en el gris de la parada y Amanda esconde la cabeza en la solapa, juega a fundirse, a formar un conjunto cuerpo-ropa-aire. Interrumpen las luces, el ómnibus que llega tres minutos tarde y se sienta en el asiento número 3, donde hay tres grafittis: “Putos”, “lavenmen” y “los amo”. Tacha la “n” con lapicera roja, raya, raya y casi termina cuando un hombre se sienta a su lado y ella esconde la lapicera. Él de boina, párpado caído y la sonrisa cosida al costado. Buen día, buen día.
Llegar por fin al liceo (número tres, donde tres veces a la semana da clases) y tres de los más atorrantes piden para ir al baño. Amanda acepta sin pensar, lo autoriza con el gesto y los atorrantes entienden y caminan, una cámara lenta de los atorrantes que cruzan en diagonal el salón. Ella, lenta, voltea al pizarrón y escribe pero el sonido de la tiza le eriza hasta el espinazo. Justo hoy explicarle a las bestias la ecuación de tercer grado. Menstrua como la primera vez, con esa roja plenitud de los párpados al sol.
Una gota mancha el pantalón y las risas salpican en la espalda y el perfil; Amanda las siente como moscas lejanas que van acercándose, creciendo, acorralándola. Entonces deja por la mitad el 3 a la X y se pone frenéticamente a hacer círculos, cada vez más grandes, algunos interceptados entre sí, otros elípticos o con puntos dentro. Cesa el murmullo, atrapa por fin la atención, pero debe girar, enfrentar las miradas de los estudiantes, decir algo, decirlo de una vez.

***

Salir como sale Amanda, con la helada de raíz en la tierra y la humedad en 97 partes de 100 en el saco, le provoca un regreso a sus primeras aspiraciones de astronauta. Y hace el camino hasta la parada del ómnibus por los jardines, donde mejor queda impresa la huella. Uno, dos, tres, Shangrilá, San José de Carrasco, Lagomar… cuenta los pasos y se va ubicando en la fila de balnearios hasta Solymar, donde vive y en esta calle han tirado el techo de la parada y los cimientos laterales.
Reportando desde la huella 64: acto vandálico. Hay una montaña de escombros de la ex garita y un gran cráter en forma de L en lo que fueran los bases de la misma, la helada ni miras de levantar por ahora, mañana nublada, visibilidad negativa. Cambio.
Hablar por hablar y que las palabras se hagan humo. El invierno es duro, pero nos da una prueba de existencia. Se hacen humo, materia al fin y tal vez pueda capturarlas e incluso hacer conjuntos. Se lanza con el dedo índice a encerrar el aliento, después con la palma o los brazos en jarra hasta que mete la cabeza adentro del saco, pero su calor deshace las palabras.
Y dice en humo bajo: las maestras de ahora no enseñan a formar conjuntos, es un secreto que las viejas no quisieron transmitir al futuro. Putas. Cambio.

***

Sin perder un solo examen, profesora de matemáticas en tiempo récord. Felicitaciones, felicitaciones, dicen sus padres y le regalan un sánguche olímpico, que tanto te gustan, hija, preciosa.
Vocación desde muy niña y por la influencia de la maestra de segundo año.
Medir es comparar, dice Amelia en sus labios de yeso y Amanda comprende, abre mejor los ojos desde su banco para zurdos en el último rincón de la clase. Y experimenta: saca los lápices azul y verde; los compara y el largo del verde es dos azules y el rojo, la mitad; el violeta, tres rojos y así la caja de colores se desparrama escandalosamente de cara al gesto estreñido de Amelia, que acto seguido la manda a la dirección con un dedo extendido hacia la puerta. La niña entiende, se levanta y camina; el índice de la maestra, casi dos meñiques.
Medir es comparar.
–¡Mamá! ¡Mamáa!
—¿Qué?
—¿Cuántos kilómetros hay hasta el Chuy?
–¿De acá o de Montevideo?– responde la madre desde la cocina.
–De acá– dice Amanda con los dedos sobre el mapa de rutas desplegado en la mesa del living.
–300, más o menos.
O sea, una lapicera. Una y media hasta Tacuarembó, casi dos para llegar a Artigas y poco más de la mitad hasta Durazno.
–Y hasta la luna, mamá, ¿cuánto hay?
Se escucha un resoplido y una olla que se apoya ruidosamente.
–Eh, ¿cuánto, mamá? ¿No hay un mapa más grande?
El padre gira la llave. Durazno, y no la luna, ha sido su última parada después de una semana encima del camión. Le da un jugoso beso a la niña y ve el mapa.
–Sacalo de mi vista.
Desabrochada la camisa y el pantalón, el hombre se desparrama y pone canal 4 en la televisión pero la madre, repasador en mano, entra al living y quiere ver la película en canal 12. Fuerte disputa (“chancha flatulenta”, “grasera de cantegril”, “garganta de pozo negro”), amenazas (“te voy partir la tele en la cabeza”, “no me hables así porque te acuchillo”) y rencores (“no satisfacés ni a una gallina”, “siempre fuiste una perra”) hasta que Amanda dice “basta”, lo dice con una voz que le sale del estómago y propone que miren el canal 8, donde no hay nada pero por lo menos hacen promedio entre los dos.

***

Los números son justos, dice Amanda al conductor-guarda que le da mal el cambio y enseguida de retracta.
–Buen día –saluda el hombre de boina.
–Perdón, estaba corrigiendo la falta de ortografía.
–Ah, los grafitis de ahora. En nuestros tiempos era otra cosa.
–No, pero este está bien. Podemos hacer un solo graffiti con la conjunción de tres. Solo tenemos que agregarle el tilde, una coma y la “y”. “Putos(,) lávenme (y) los amo”. ¿Qué te parece?
La boina sonríe y muestra unas encías inflamadas, un hilo de sangre que bordea el canino derecho.
–Juan Pablo, mucho gusto.
El ómnibus para. Una anciana se asoma por la puerta; comprime la cara al punto de la liquidez en cada escalón, las piernas rígidas, los brazos violetas. Amanda y Juan Pablo la miran hasta que la señora resopla por fin en su asiento, justo delante de ellos.
–Me parece que la conozco– susurra él.
–Yo también le veo cara conocida.
–¿Y quién pensás que puede ser? Capaz que entre los dos nos damos cuenta.
Comenzar así la búsqueda por compartimentos geográfico–temporales. Amanda recorriendo una casa laberíntica: la escuela, el liceo, las calles de Solymar, el almacén, el video club hasta que concluye:
–Me parece que es mi maestra de segundo año.
–Creo que sí. Me parece que yo la tuve en cuarto; Amelia, ¿no? Qué avejentada que está.
–Ella debe pensar lo mismo de nosotros. Si nos viera ahora.
–Yo te veo desde hace mucho en este ómnibus y no has cambiado, Amanda –la boina da una guiñada corta.
–¿Sabés mi nombre?
–Sí. Me lo dijiste hace un rato. ¿Te invito a cenar esta noche?

***

Decirlo de una vez, darse vuelta. Apoya la tiza, se imposta sobre ella y gira.
–¿Saben lo que es esto? –señala los círculos del pizarrón.
–Díganlo, burros: ¡¿Saben o no lo que es un conjunto!?
La voz rebota en las paredes del salón y le hace viento a los cerquillos de perro, horrorosos que usan ahora los adolescentes. Y sobreviene silencio. Pero de a poco interrumpen unos pasos por el pasillo, empujones, murmullos crecientes hasta que los tres atorrantes abren la puerta en una carcajada.
–Profesora, ellos son un conjunto.

***

Esta noche –después de que el padre se saque la alianza y la tire al water– a Amanda le viene la primera menstruación. No puede ser –dice el médico–, tiene siete años. Pero la niña comprende que es justo lo que está sucediendo en su cuerpo y procede a explicárselo a su madre.
En la cama, antes de dormir, le cuenta que ella sangra por envidia, porque el tío dice que la envidia es roja, como las remolachas. Y ella odia las remolachas, entonces tuvieron piedad y le pusieron otro castigo: sangre entre las piernas.
La madre le responde que no diga más estupideces, porque la estupidez es negra y si seguís así, te va salir alquitrán por los ojos. Amanda calla, aguanta el deseo de decirle que es culpable porque envidia a todos los demás, por los juguetes, porque tienen hermanos y primos y amigos, por sus casas. Y tanto sentimiento rojo en el cuerpo tiene que salir por algún lado; ¿entendés, mamá?, piensa, pero no habla, asiente y la despide con la mano.
Hasta mañana, dice hosca la madre que se va del cuarto y apaga la luz, entonces Amanda llora y el alquitrán comienza, muy despacio, a acariciarle la cara hasta cubrirla totalmente.

***
Sufrir también es comparar.
***

Juan Pablo la pasa a buscar a la hora convenida. Es psicólogo y trabaja para una empresa de selección de personal. O sea que decidís quién está loco y quién no, interrumpe Amanda en el restaurante para apurar la sobremesa porque a Juan Pablo, de noche y con vino, se le afinan los ojos y se vuelve contemplativo.
–¿Quién no está loco?... No, mi trabajo no es tan sencillo. Lo que tengo que divisar es si cada locura en particular es funcional o no al mercado.
–¿Y los elegís así, con la boina puesta?
Juan Pablo sonríe y se saca la boina.
Amanda lleva a la boca la última punta del sánguche olímpico y hace un gesto de satisfacción.
–No es que sean muy ricos, pero son tan coloridos.
–El problema es el tiempo…
–De acuerdo, estos eran frescos, pero otras veces me sirven de varios días, se ponen marchitos. Una porquería.
–No, me refiero a definir o no quién es un loco funcional. El tiempo, cómo ellos han digerido su tiempo, porque el tiempo es infinito y cada uno atrapa para sí una pequeña porción. Le llamamos memoria.
–Lo infinito es una cosa que nunca me gustó –niega Amanda con la cabeza.
—A ver, hágamos matemáticas, profesora. ¿Cuánto tiempo pasó desde que llegamos a este bar?
—Mmm, una hora.
—Sí, bien. Ahora vamos a buscar un momento preciso, inapelable en que haya ocurrido algo en nuestro encuentro de una hora. Pongamos que fue en la mitad de la velada. Dividimos 60 minutos entre 2, ¿verdad?
—30 minutos.
—Exacto. Supóngamos que ese momento, cuando subrepticiamente te acaricié la mano, acontenció entre el minuto 30 y el 31. 60 segundos, ¿verdad?
—¿Y yo para dónde estaba mirando? —lleva Amanda los ojos a las manos.
—A ver, seguime. Para identificar nuestro momento investigaremos entonces en un campo de 60 segundos. ¿Está bien? Pero para que esos 60 segundos hayan realmente transcurrido, se necesita que hayan pasado 30 segundos y antes, 15 segundos y 7,5 y 3, 75... y así infinitamente podemos seguir dividiendo y el resultado nunca será cero, ¿qué pasó? Nuestro momento nunca pasó, se nos escurre... ¿sucedió?
—Yo creo que no, Juan Pablo. No me acuerdo – sacude Amanda la cabeza.
—Yo sí, yo lo tengo en mi memoria. El tiempo es infinito, no solo hacia adelante, sino también para atrás y en este presente... este momento nos propasa, es como una lluvia de papelitos; tomamos algunos. Eso es lo que hacemos: almanecenar fragmentos... tú guardaste uno y yo otro.
—¿Y el psicólogo vendría a ser el que desenrolla los papelitos?
—Exacto —dice Juan Pablo y desborda una mano por la mesa hasta el brazo de Amanda.
—Perdoname –dice Amanda– pero no me gusta desenrollar nada, menos en invierno.

Texto agregado el 15-09-2011, y leído por 108 visitantes. (0 votos)


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