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Había anochecido y sólo se veían a lo lejos las estrellas, que tiritaban en una lenta y silenciosa agonía.
En la densa oscuridad que traía la noche, en lo profundo del bosque los grillos empezaban su largo canto. Un canto que reinaba en aquella soledad, en donde ningún ser habitaba ya en ese viejo bosque. Sus quejidos se escudaban junto al río, como todas las noches. Pero un ruido que no era exactamente un grillo, los hizo callar y escuchar atentamente como nunca antes lo habían hecho.
En medio de aquel bosque apareció un hombre, un poco entrado de años, pero su cansancio y la melancolía que llevaba encima, lo hacían ver decrepito y vagabundo. Estaba caminando, aparentemente sin rumbo alguno. En un momento se quedó mirando el césped donde hasta hacia un rato los grillos cantaban su melancólica canción interminable. Se quedó ahí parado, con los pies cansados de tanto caminar. Los grillos habían huido de la amenaza.
Se puso otra vez a caminar, los pequeños del bosque observaban desde su simpleza a aquella enorme figura, que cada vez que daba un paso hacía que la tierra temblase bajo sus pies. Parecían como largos lamentos de un viajero que ha recorrido mucho tiempo un mismo camino y ahora no tiene a dónde ir.
Se detuvo otra vez, pero esta vez miró al cielo, en él había un hombre que lo observaba desde lejos, más allá de las estrellas. Este hombre estaba sentado en una gran nube negra, como si de un trono se tratase. Tenía en la mano izquierda un pequeño telescopio, con el cual estaba observando al viejo vagabundo en aquel bosque tan pequeño.
El hombre, que observaba desde la tierra, desde el césped que hasta hacia poco los grillos cantaban a las estrellas; miró atentamente a aquel telescopio y dentro de él pudo ver que se encontraba un pequeño niño. Éste estaba sentado en aquel circulo lleno de lentes y pequeños espejos para mirar las estrellas, casi como si estuviesen a su lado. Como si lo estuviesen consolando de su encierro.

Texto agregado el 13-09-2011, y leído por 204 visitantes. (0 votos)


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