Este cuento fue escrito originalmente en portugués, lengua de la cual soy nativo. Por lo tanto, pido disculpas por los enventuales errores de traducción. Cualquier reparación será bien venida. Gracias.
Nota: Este extracto es la parte final del cuento "Canto à Tolice".
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Profundamente molestado, Gustavo jugó para el alto el manuscrito, como se alcanzara en ese gesto librarse de la urdidura metafísica de todo un sistema universal de ideas, basado, en su opinión, únicamente en arquétipos obsoletos, mohosos y repelentes.
“Fósiles, repetía él con amargura. Fósiles. Es a eso que estamos atados. Cómo moscas, revoloteamos sobre un cadáver maloliente. Sacamos nuestro sustento de la materia en decomposición, y ni así desconfiamos de su hedor deletéreo. ¿Qué classe de seres somos nosotros a quién solamente la materia muerta nutre? ¿Que principio inflexible nos arroja a la prevaricación de la carne hasta su etiolación completa? Engordaremos los cerdos, y después los sacrificaremos. ¿Que metafísica los libraría del cepo? ¿Que metafísica librará a nosotros del cepo? Poseemos una alma, ahí está la respuesta. Pero, a mí, parece más especulada que propiamente poseída. No. Decididamente. No está ahí la respuesta. No. No debe estar ahí. ¿Pues que meditación podría rehabilitar el violador de la violación? Antes era necesario rehabilitar la violación. Pero es imposible. Es imposible. Sucumbiremos bajo el peso de redenciones imaginárias, eso es todo... ¡Pero no! ¡Oh, execrable comedia! ¡Oh, lamentable estupidez! No sucumbiremos. Tanto peor para nosotros que la muerte, aunque muy sutil, sea sólo una forma radical de redención imaginária.
“Oigamos los tontos. Nosotros, los ignorantes. Tal vez ellos nos enseñen a calcular la dimensión de nuestra culpabilidad. Al final, es todo lo que nos queda. Estamos todos previamente muertos.”
Gustavo se acercó de la ventana en tiempo de ver la remoción del indigente, muerto por el frío.
“¿Ve aquel tonto? Pronto pastará nuestro fígado. Hagamos como Prometió; toleremos el dolor; la expiación del pecado. Pero silencio ahora. La tontería pousou en nuestro pecho.
No asustemos nuestro verdugo con palabras inútiles. Oigamos lo que dice su pico y sus garras...”
Obtengo, finalmente (cómo todos los seres), mi ración de humanidad. Y, cómo todos, no tardo en consumirla. Con algunas embestidas sólo, nada más queda. ¿Cómo sucedió esto? Yo no sé exactamente. Tal vez haya sido mala administrada. Tal vez negligenciada por las contingencias del tiempo. En la verdad, quiero buscar en eso la explicación. Quiero creer que el tiempo adapta los seres a su configuración en curso. Un necio es su generación, no importa los rumores de las generaciones anteriores. Si en siglos pasados un tonto alcanzaba la madurez, o aún la vejez, disponiendo aún de humanidad, atendía sólo a la exigencias de su tiempo. Estas, deduzco, competentes solamente en estas condiciones exigidas. Extenderlas más allá de sus fronteras me parece una completa pérdida de tiempo.
Y, más grave: significa aún lo mismo que la creación deliberada de obstáculos al libre flujo de la vida en el estado en curso.
Cómo vivieron los Pájaros en Atenas, y lo que pensaron ellos, me es de todo irrelevante. Su sistema de gobierno. Su filosofía funcionó; y, se funcionó, fue tan solamente para ellos. Para los tolos de su época. Si había más justicia, más belleza, más profundidad en sus vidas, fue porque así lo determinó la matemática de la existencia para aquel periodo.
El gran Pájaro, en Jerusalén, predicó para los tolos de su tiempo. Sus enseñanzas, en el que esos tenían que simple moderadores de conducta, decían exclusivamente respeto a la peculiaridades morales, éticas y prácticas de la vida de sus contemporáneos.
En vista de eso todo, me parece tontería dar oídos al pasado y sufrir con las consecuencias de su desaconsejable aplicación en el presente estado de conciencia.
El tiempo, ni la historia, menos aún las tumbas compulsan o reconsideran sus revoluciones y muertos antiguos. Evitar toda influencia caduca, quiere parecerme, es de buena sugerencia...
La ambulancia partió, diligente, llevando su carga. Desde el balcón, a modo de homenaje al muerto y al servicio público, Gustavo entonó, en falsete, las últimas palabras de su “Canto a la Tontería”.
Sabiendo, en el íntimo, cuan patéticas y dignas de burla pueden ser las concepciones de muerte y sus ofícios probos, sonrió de la prisa de los hombres en ocultar a sí mismos y a toda gente el límite de sus incursiones en un reino (quizá ya ensanchado por un falso celo y avaricia para allá de las fronteras del sanamente aconsejable). No tenía ninguna duda de que un sólo momento, sacado a la inexistencia, era el bastante para fundar una vida y padecer con su misterio enloquecedor. Por eso, saludaba con alegría y humor todo traspase. Veía en eso el acto y el significado profundos de un drama misericordiosamente concluido.
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