Abrió sus brazos de par en par, y recibió la energía inmensa de una estrella en expansión. Su percepción del tiempo era tal, que aquel proceso que duraba millones de años, para él formó parte de un instante fugaz.
Se mantuvo allí, frente al astro, observándolo cambiar de color y agrandarse gradualmente, hasta el punto en que los cuerpos celestes que lo rodeaban terminaron transformados en rocas, grises fragmentos despedazados de lo que alguna vez fueron vistosos planetas.
La galaxia giraba rápidamente, y pronto el sol en cuestión comenzó a explotar, y allí fue cuando todo se realentizó. Así, en una procesión épica, él observador se encontró rodeado de colores, avasallado por una ola de nebulosas, cubierto por un manto arcoiris que lo llevó a sumergirse en las más profundas de sus memorias.
Recordó su vida, su pasado, allá atrás, a años luz de distancia, y millones de años de tiempo. Entre sus remembranzas encontró un mundo azul, coloreado con manchas verdes; una nave que surcaba los cielos, adentrándose en las estrellas, el descubrimiento de secretos cósmicos, y la habilidad de viajar a través del espacio sin vehículos espaciales. También encontró amores primitivos, el amor a una mujer, bella como ninguna otra, el amor a un planeta entero, a un sistema solar; el amor a las profundidades del espacio y las luces de la galaxia.
En estas memorias se perdió completamente, y se dejó llevar. Su cuerpo se desvaneció, sus preocupaciones, sus tristezas, su oscuridad. Así, cuando la explosión hubo terminado, y la última nebulosa desaparecido, él había dejado su cuerpo atrás.