Intentar dar el máximo exponente de ti mismo, ser aquel que todos querrían ser, aquel que tú mismo anhelas con tanta vehemencia, a veces. Para eso hay que mirarse en el espejo y saber apreciar, con total claridad, las virtudes y defectos más insignificantes. Cierto es que a menudo erramos en la forma de mirar, lo que nos lleva a apreciar intensificados nuestros vicios, crecientes ante nuestra percepción de lo que deberíamos ser, o por el contrario, nos invita deliberadamente a ignorarlos y amarnos sin medida.
Reconozco sentir desde niño un especial interés por aquello a lo que cariñosamente llamamos magia. Y he aquí lo que la experiencia me ha ido corroborando a lo largo de tan electrizante relación, el arma más poderosa y sutil del mago: la artimaña. Siglos y siglos de mentiras y trampas, efectos ópticos, juegos de manos y palabras. Pero para engañar sobre aquello que somos o fingimos ser, para embaucar y convencer, debemos conocer nuestras propias limitaciones, lo que podemos ofrecer y cómo debemos mejorar, y de ésta forma maquillar la imagen que proyectamos al exterior. Y si aquel espejo nos devuelve el reflejo de una verdad objetiva, que no se forje en los entresijos de nuestra propia conciencia, entonces sí podremos obtener ese máximo exponente al que aspirar, ese halo de perfección que habrá que perseguir, no sin esfuerzo.
Me propongo inventar ese espacio de sinceridad, tal que pueda mirar hacia mi interior sin que mi forma de mirar altere lo que quiero ver en realidad. Adormecer el sistema límbico para no inferir emocionalmente en mi reflejo y así descubrir en qué aspectos de mí mismo trabajar. Y he aquí la aparente desilusión, el “error”, la catástrofe. La respuesta esperable. Mirando objetivamente hacia mi interior mi mente racional no halló aspecto alguno que debiera corregir. Todo estaba tal y como debía estar. Aislada de prejuicios, influencias y cánones culturales no fue capaz de encontrar la imperfección en la belleza y espontaneidad de la naturaleza.
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